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Jugar en campo contrario

Que unas elecciones generales españolas no son el terreno de actuación más propicio para los partidos nacionalistas catalanes es algo sabido y hasta natural. Pero da la impresión de que el envite se les está poniendo cada vez más difícil, de que en la actual contienda esos partidos juegan fuera de casa, con el viento en contra y, encima, ante un equipo arbitral poco propicio.

La lógica bipartidista que florece cuando lo que está en disputa son el Congreso, el Senado y el Gobierno estatales no es ninguna novedad, aunque se ha ido acentuando a lo largo del tiempo, con la desaparición de los partidos-bisagra ideológicos (el Centro Democrático y Social) y con el debilitamiento de la tercera fuerza electoral de ámbito español, una Izquierda Unida que, además, no puede ser bisagra porque se sitúa a la izquierda del PSOE. Por otro lado, las sucesivas fórmulas de intervención del catalanismo en la política española -tanto las practicadas durante décadas por Convergència i Unió (CiU), como la que Esquerra Republicana (ERC) ensayó a comienzos de la legislatura ahora conclusa- cotizan muy a la baja, por no decir que están agotadas. Resulta significativo que, en esta campaña, ni convergentes ni independentistas exhiban ya aquella llave que tanto juego les diera antaño, y se limiten a cuantificar de un modo descarnado los millones de euros en financiación adicional o en inversiones para infraestructuras que arrancarían de Madrid si sus votos fuesen imprescindibles. Por lo demás, la antigua pretensión de que, siendo claves en la Carrera de San Jerónimo, los diputados nacionalistas cambiarían la concepción de España del partido gobernante, ha quedado reducida a la modesta exigencia de que se publiquen las balanzas fiscales... ¡Menudo baño de realismo!

Una fuerza-bisagra, para serlo de veras, tiene que poder pactar indistintamente con cualquiera de los dos

Pero, para Convergència y para Esquerra, la dificultad de incidir sobre la política española no reside sólo en la poca permeabilidad de ésta a sus planteamientos identitarios o territoriales. Una fuerza-bisagra, para serlo de veras, tiene que poder pactar indistintamente con uno u otro de los dos grandes: es el caso del partido liberal alemán (FDP), que ha mantenido largas coaliciones tanto a derecha (con la CDU) como a izquierda (con el SPD) y, según las últimas noticias, podría ser también, en el futuro, el caso de los Verdes germanos. Sin embargo, en el campo catalanista, donde CiU ejerció ese papel entre 1993 y 2000 -primero apuntalando a González, y después a Aznar-, tal posibilidad se ha evaporado a lo largo de la presente década. El nacionalismo español desbocado que el Partido Popular exhibió durante la segunda legislatura de Aznar, y luego su beligerancia contra el proceso estatutario de 2004-2006, han abierto entre esa formación y cualquier sigla que se reclame del nacionalismo catalán un abismo que es insalvable a corto plazo, sin que sea preciso corroborarlo en la notaría en cada campaña, o que Duran Lleida lo jure todos los días.

Así pues, Convergència, y con mucho mayor motivo Esquerra Republicana, ven reducido su margen de pacto y de maniobra a uno solo de los dos hemisferios políticos españoles, el del PSOE. Les sucede -discúlpenme la erudición- lo que al llamado "nacionalismo constitucional" irlandés de finales del siglo XIX, cuyos diputados en Westminster, ante la cerrazón unionista de los tories, quedaban obligados a apoyar siempre a los liberales de Gladstone, con la esperanza de que éste consiguiera promulgar algún día el Home Rule para Irlanda. ¡Y todavía hay socialistas catalanes que acusan a CiU de ambigüedad y le exigen definir sus alianzas, formalizar su apoyo a Rodríguez Zapatero antes del 9 de marzo! ¿Qué pretenden, que se convierta en la marca blanca del PSC?

El voto nacionalista, en las condiciones actuales, sólo puede proyectarse en Madrid con alguna eficacia al abrigo de una mayoría relativa del PSOE. Pero entorpecen o complican este objetivo dos circunstancias. La primera, que una porción del electorado nacionalista tradicional, hastiada de líderes españoles que un día hablaron catalán en la intimidad, o que otro día prometieron apoyar el Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña, se siente tentada por la papeleta en blanco, por ese gesto revulsivo que han patrocinado figuras como Heribert Barrera... o como Pasqual Maragall. La segunda, que para ejercer el eventual papel de muleta del socialismo gobernante a cambio de contrapartidas presupuestarias o legislativas, hay dos aspirantes a bisagra en áspera rivalidad entre sí: Esquerra y Convergència.

En un escenario de desconcierto y desánimo entre sus propias bases sociales, sin margen de maniobra para escoger pareja de baile y enzarzadas, además, en estéril disputa por un rol harto problemático, no es de extrañar que tanto CiU como ERC estén desarrollando sendas campañas zigzagueantes, confusas y llenas de errores. Los republicanos comenzaron afirmando que no habían renunciado a tener ministros en Madrid, y han acabado contando los segundos que faltan para la independencia. Duran empezó situándose en inverosímil equidistancia entre PSOE y PP, y ahora proclama que sólo con Zapatero es posible un entendimiento. El convergente Pere Macias metió la pata hasta el cuello cuando dijo que, si ellos eran decisivos, al presidente Montilla le quedarían dos telediarios, y el democristiano Raül Font le emuló con eso de la "chica fácil". Joan Ridao, de Esquerra, ha pervertido gravemente su función de portavoz parlamentario en la Ciutadella al usarla como arma personal para alcanzar un escaño en otro hemiciclo.

Desde hace más de dos décadas, la presencia del nacionalismo catalán en Madrid se halla muy estabilizada en torno a los 18 diputados, aun cuando su distribución entre CiU y ERC haya evolucionado desde el 18-0 al 10-8. Veremos en qué queda el 9 de marzo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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