El tufo de la mendacidad
¿No será posible ser político sin valerse de la mendacidad?
Los espectadores ignorábamos quién de los dos, en cada disputa estadística, estaba mintiendo pero, una y otra vez, enarbolando gráficos diferentes respecto a iguales objetos, los candidatos dejaban claro que, indistintamente, faltaban a la verdad. Había que observar muy meticulosamente el lenguaje de los gestos para lograr una deducción pero el empeño se hacía tan cansino que, al rato, daba lo mismo las columnas de un cartón o del otro cuando, medio al desgaire, las exhibían al perorar. La verdad, en fin, se deshacía en la imposible coincidencia de las cifras que, para más desconcierto, se anunciaban como dictadas por la misma fuente oficial.
¿Conclusión? No hay posibilidad de conocer qué pasa realmente cuando la realidad importa tan poco ante el día de las elecciones. Para orientar la elección se había convocado el debate pero el debate se ajustaba a la estrategia de una orientación basada en la figuración. ¿La verdad? ¿Habrá un asunto más irrelevante en liza?
Lo relevante, de acuerdo a la asesoría mediática, ha de radicar en la habilidad para transmitir fiabilidad y no tanto en la fiabilidad misma. En ese caso, a Rajoy se le descontrolaba la vista mientras argumentaba como si, en efecto, recitara algo aprendido hasta la indiferencia. E incluso a Zapatero que, siempre confió en la persuasiva liquidez de su mirada en línea recta, se le escapó el ojo derecho media docena de veces en el culminante momento de la declaración final.
No debe descartarse que ellos mismos acabaran hartos de sí o hartos de la correosa pesantez del contrincante. Ninguno de ellos tuvo a la destreza de engastar la réplica en el engranaje argumental del otro pero sí hubo una asimetría en el enfrentamiento que llamaba la atención. Mientras Zapatero, más lampiño y delgado que de costumbre, recibía el embate y devolvía los golpes, Rajoy adoptó el papel de un cascarrabias paterno que no cesaba de reprender. Tantos palos soltaba Rajoy que, fuera por los kilos de menos fuera por el peso del maquillaje, Zapatero aparecía como un joven dislocado -y díscolo- en la adolescencia de su formación.
¿Conclusión? El debate recibió tantos honores, tanta retórica en sus preámbulos que, a la fuerza, la solemnidad bañó el acontecimiento. De él cabía inducir que acaso Zapatero había contado con menos tiempo y aplicación para aprenderse su recitado y que Rajoy se había pasado, en cambio, de horas de oposición. Uno y otro dejaron, en fin, la máxima a la que consagran su esfuerzo y vida. "No es lo mismo", dice el cartel socialista, pero la espesa vida de políticos acaba contagiando un virus parecido del que se desprende el irrespirable tufo de la mendacidad.
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