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OPINIÓN
Columna
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Estímulos fiscales

Emilio Ontiveros

No pasó precisamente inadvertida la sugerencia del director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), hace un par de semanas, invitando a los Gobiernos a utilizar la política presupuestaria con el fin de neutralizar las amenazas desaceleradoras que se ciernen sobre algunas economías. Se trata probablemente de la primera vez que esa institución, acostumbrada a insistir en recortes de gasto público, admite la posibilidad del estímulo fiscal para sortear los efectos de una crisis.

En EE UU no esperaron a esa autorizada prescripción: la Cámara de Representantes y la Casa Blanca "se pusieron a trabajar juntos", como sugirió hace apenas dos semanas la líder demócrata en el Congreso, Nancy Pelosi, cerrando la pasada un acuerdo por el que se asignarán fondos públicos por un montante superior al 1% del PIB a estimular a corto plazo la demanda agregada de la economía. Lo han hecho, a pesar de que la propia desaceleración invertirá la tendencia a la reducción del déficit público en ese país: en este año, ese desequilibrio se elevará hasta el 2,9% del PIB.

En Europa, el diagnóstico sobre el impacto de la desaceleración es menos grave, pero sólo por el momento

En Europa, el diagnóstico sobre el impacto de la desaceleración es menos grave, pero sólo por el momento. Día tras día se conocen revisiones a la baja de las previsiones de crecimiento de las principales economías, consecuentes con la continuidad del deterioro en las condiciones crediticias globales. La española, aunque mantenga ritmos de crecimiento superiores al promedio, será de las que probablemente sufran una mayor contracción. La razón no es otra que el impacto diferencial que ejercerá el debilitamiento de sector de la construcción residencial, más sensible que el resto a las perturbaciones que inhiben la confianza de los consumidores y, muy especialmente, a las que siguen racionando la oferta de crédito.

¿Hay lugar en España para un acuerdo como el alcanzado en EE UU? Desde luego, el grado de saneamiento de las finanzas públicas en nuestro país ofrece un mayor margen de maniobra. Y quizá tampoco debería ser más complicado que en EE UU convenir en el denominador común de las prioridades de asignación de ese estímulo: la intensificación de la inversión pública en aquellas modalidades de capital que, además de desencadenar un estímulo multiplicador sobre la demanda, permitiera acelerar la modernización económica del país. Aun cuando el calendario y el clima electoral no favorezcan ahora la suscripción de un acuerdo tal, bueno sería que los partidos con posibilidades de gobierno que concurren a las elecciones del 9 de marzo asumieran su posibilidad. Aunque se habrían perdido un par de meses, el fortalecimiento que podría llegar a generar sobre la confianza de los agentes el propio horizonte de esa inversión bien merecería la pena intentarlo. En mayor medida si en la asignación de esos recursos se asumen como prioritarios destinos que fortalezcan la eficiencia de la economía y la consecución de una mayor igualdad de oportunidades. La educación debería ser uno de ellos.

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