Duplicados
No sé si mucha gente se ha detenido a pensar alguna vez en la importancia de la duplicación para la vida común y corriente. Quién, más que menos, no pasa una vez a la semana por la copistería para multiplicar su documento de identidad, quién no guarda un sosias de la llave de casa en la guantera que le suavice el mal trago de los descuidos. Tener un repuesto a mano nos otorga un atisbo de tranquilidad, nos vacuna contra las humoradas del destino y dota de cierta capacidad de reacción contra el olvido y la pérdida, que son los dos grandes enemigos del género humano según los poetas elegíacos. En estos días, un juez de Málaga ha prohibido a un padre divorciado, amén de cobijar a su hijo cada media semana en paridad con su antigua cónyuge, duplicar los juguetes que guarda en el cuarto del niño. No me refugio en metáforas ni sobreentendidos: en la sentencia figura la misma palabra, duplicar. Comprendo a ese padre y puedo suponer la infinita desolación en que le habrá enfangado una ley sin alma que desprecia su sentido de la previsión. Lo imagino preocupado por evitar al niño todos los sinsabores de una ruptura difícil, obligado a recurrir a eufemismos que le eviten la colisión con el universo adulto, donde, a pesar de lo que prometen los cuentos, el amor dura menos que las cuberterías inoxidables y la impaciencia mella todos los proyectos de futuro, por muy sólidos que parecieran al principio. Para no expulsarlo de su burbuja, para no forzarle (no tan pronto) a ver en la familia una de las variantes del fracaso, ese padre decide crear un mundo paralelo a aquel que su hijo ha habitado hasta el momento y adquiere juguetes idénticos a los que arrastra por la alfombra de su antigua casa, dispone los objetos en las mismas estanterías, quizá busca por las librerías los mismos volúmenes ilustrados. La idea que le guía es la del funcionario que exige desde la ventanilla el documento original junto a una copia: si uno se traspapela siempre queda el hermano pequeño, si una familia se gasta siempre resta el consuelo de su duplicado.
La resolución del juez ha merecido críticas; por otra serie de detalles en los que tampoco deseo introducirme, hay quienes le imputan haberse propasado en su cometido, meramente el de hacer respetar las leyes, y vapulear a un pobre progenitor que no cuenta con mejores medios para mantener a su prole. A mí lo que me sigue llamando la atención es la colocación del acento sobre ese concepto, el de duplicación, y el que nadie haya reparado en que no se puede desposeer a una criatura de un recurso que se le hará imprescindible y le proveerá de secretos apoyos en cuanto los pantalones se estiren algo más por encima de sus rodillas. Porque duplicarse, imitar, fabricar sucedáneos constituye una parte medular del desarrollo de toda conciencia y un rito de paso obligatorio hacia ese destino siempre aplazado que llamamos madurez y que ningún calendario se atreve a marcar con una fecha en rojo. A lo largo de su vida el niño duplicará a su padre, duplicará a los personajes de sus afiches y a los que gesticulan en las películas, deseará ser versión de sus compañeros de escuela, de los profesores que no gritan al dar consejos y del modelo de hombre, siempre demasiado lejos, con que la sociedad y la moral de sus mayores le hayan amueblado las certezas. Algún día, si tiene suerte, descubrirá que la propia identidad es ese poso tal vez sucio que queda por debajo de los simulacros y que no cubren del todo las máscaras, y advertirá que el rostro que le devuelve el espejo no se parece a los productos en serie que ofertan los supermercados. Pero hasta entonces concedámosle el don del eterno retorno y la fe en que nada resulta del todo irreparable. Según afirmaba un viejo eslogan de la nueva pedagogía, los niños no obedecen, sólo imitan.
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