Perdidos en el bosque
Los toques de humor fluían de modo natural en el montaje de Into the woods que dirigió James Lapine en Broadway; en el de Dagoll Dagom de Boscos endins se recurre a la caricatura, el cliché y el trazo grueso
Hará veinte años, cuando era un militante radical de la causa Sondheim, hubiese abofeteado a quien osara afirmar que Into the woods era una obra menor. Bien, han pasado veinte años y he recibido la torta por partida doble, aunque la segunda me ha dolido más. Primera y relativa: la revisión en DVD del montaje original. Segunda, y con rebote: Dagoll Dagom ha presentado su adaptación, Boscos endins, en el Victoria barcelonés. Por supuesto que un Sondheim en mediana forma gana por goleada a cualquier compañero de juego, pero Into the woods (1987), quizás su musical más popular, aguanta mal la comparación con sus insuperables partidazos anteriores, Sweeney Todd (1979), Merrily we roll along (1981) y Sunday in the park with George (1985). Mis razones: a) pocos temas memorables en su partitura (tres: Hello little girl, No one is alone y Children will listen); b) el maestro recalienta la sopa (su ritornello titular sigue descaradamente el patrón de A weekend in the country, y también el vals Agony parece un descarte de A little night music) y, sobre todo, c): el libreto de James Lapine convierte en obvio y mensajístico lo que en las joyas antedichas era sutil y profundo.
El primer acto, sobrecargado de personajes y tramas, se esfuerza, mal que bien, en anudar varios cuentos clásicos (Cenicienta, Rapunzel, Caperucita Roja, Jack y las habichuelas mágicas) sobre un tapiz donde protagonistas y secundarios apenas tienen tiempo de entrecruzarse: nada más tedioso que la velocidad unida al exceso de información. En el segundo, mucho mejor construido, los personajes han de crecer solos y aventurarse en un bosque mucho más vasto y oscuro: asumir las consecuencias de sus actos y los compromisos de la vida adulta. Afloran las pérdidas, el vacío tras los logros, las crisis de toda laya, pero la emoción llega con cuentagotas.
Boscos endins, la adaptación que firman Joan Vives, director orquestal, y Joan Lluís Bozzo, director escénico, rebaja varios grados la propuesta, como por desgracia suele suceder en la mayor parte de nuestros musicales: las traducciones son tan resultonas como alicortas, hay buena técnica vocal pero escasa personalidad, las interpretaciones suelen ser planas y/o forzadas, y predomina la tendencia a considerar que el público es menor de edad. En el montaje que dirigió James Lapine en Broadway, los toques de humor fluían de modo natural, sin desdibujar la humanidad de los personajes; en el de Dagoll Dagom se recurre a la caricatura, el cliché, el trazo grueso. El trabajo actoral, con escasas excepciones, está igualado a la baja, siguiendo la vetusta tradición de los pastorets: ese irritante y forzado tonillo "de tierra adentro", de aldea remotísima por no decir inexistente, recreada o reinventada hoy día por las series más bufas de TV-3. ¿Es necesario que Jan/Jack (Marc Pujol), un muchacho simplemente ingenuo, se comporte como el tonto del pueblo, que Caperucita (Anna Moliner) parezca una locuela paroxística, que al anciano padre desaparecido (Ferran Castells) le conviertan en un grotesco sosias de Golum o que el rap de la Bruja (Mone) se subraye con flashes discotequeros?
Boscos endins compendia lo mejor y lo peor del musical catalán. Lo mejor es lo que los americanos llaman "valores de producción": todo de muy buen gusto, sin escatimar. Estupendos decorados de Jon Berrondo y vestuario de Mercé Paloma, cuidadísima iluminación de Quico Gutiérrez, muy ajustada labor orquestal, con sonoridad y brillo, de Joan Vives al frente de una banda de 10 instrumentistas. En ese sentido, esta nueva entrega de Dagoll Dagom hace olvidar el descomunal y mesmérico patinazo de Poe, o la última y casi delictiva versión de Sondheim en estos pagos, el Merrily de El Musical Més Petit, en la Villarroel. Lo peor es ese exceso de conyeta marionetizante que hace muy difícil sostener el interés dramático y, sobre todo, tragar la almendra amarga de la peladilla en el segundo acto.
En el apartado vocal, los espectadores catalanes parecemos condenados a sufrir una gama degradada que oscila entre la blandenguería y la sobredosis de agudos, cuando no de chillidos taladrantes, sustituyendo, por alguna extraña moda, las antiguas cualidades (vigor expresivo, entrega, flexibilidad), aunque hay que decir que la claridad de enunciación ha subido muchos enteros de un tiempo a esta parte. En Boscos endins hay voces muy discretas, como la de Josep Maria Gimeno, en el rol del panadero, que sólo liga mano cuando reparte cartas Ferran Castells en No more, el emotivo reencuentro de padre e hijo. O voces tan infrautilizadas como la de Teresa Vallicrosa, formidable en el Mahagonny de Mario Gas y aquí reducida al rol característico y muy menor de la madre de Jack/Jan: atención, por cierto, a Marc Pujol, que no logra redondear Giants in the sky pero tiene estilo y fuerza. Mone, quién lo hubiera dicho, desaprovecha el papel estelar de Bruja, de la que Bernadette Peters hizo una creación: sobreactuada al principio y poseída por una extraña opacidad después, sólo se suelta y manda en Last midnight y, parcialmente, en Children will listen, una torre que no acaba de escalar. También cuesta creer que Carlos Gramaje, el Said de Mar i cel, sirva una versión tan sosa, sin el menor swing y el menor peligro, de Hello little girl, el tema del lobo que quiere zamparse hasta la raspa de Caperucita, aunque luego interpreta con gracia y contención al Príncipe Azul de Cenicienta. Ese papel corre a cargo de Gisela, no en vano procedente de la escudería de Operación Triunfo, el paradigma de la técnica sin emoción de la que hablaba antes: deja escapar viva, rebozada en ñoñería, No one is alone, la canción más conmovedora del musical. Resulta inevitable comparar su versión con el fragmento de la misma que, poco después, y en una posición yacente un tanto precaria, interpreta Annabel Totusaus, la esposa del panadero, revelación del espectáculo: una actriz y cantante con frescura, elegancia y presencia escénica, que puede dar muy buenas sorpresas en el futuro.
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