Agua y cielo

Somos la leche. Contradictorios y cínicos. Somos muy capaces de emocionarnos leyendo las palabras con las que supuestamente el indio Seattle contestó a los blancos que le querían comprar la tierra: "¿Cómo podéis comprar el cielo y el calor de la tierra? No son nuestros el frescor del aire ni los reflejos del agua, ¿cómo podrían ser comprados?". Las palabras nos enternecen, las humanizamos otorgándole el rostro severo y noble de uno de aquellos indios que acabaron extinguiéndose o viviendo una vida de reserva, humillados por la codicia que lleva a creer que la tierra es un quilt, elaborado a base de retales y fronteras. A nosotros, que tenemos educada la sensibilidad en estos asuntos, nos duelen los polos, los bosques, los mares esquilmados y esta desigualdad creciente que ha hundido a los pobres en pozos de los que difícilmente podrán salir. La paradoja es que esta solidaridad que alcanza niveles cósmicos y que nos permite comprender la altura de las palabras de un indio del siglo XIX no nos ayude a trabajar por el bien común de esta tierra que pisamos, y que también tiene ríos y cielo. La política española ha sido tan tendente a favorecer y enaltecer los particularismos que ahora mismo las personas que no nos entregamos ciegamente a las razones partidistas ya no estamos en disposición de calibrar si es bueno o es malo que parte del agua de un río se trasvase. ¿A quién creer si todo suena a defensa de la patria chica? Es disparatado que en un país tan pequeño y tan seco, la política del agua se reduzca a los intereses de los aragoneses o de los valencianos, como si ya hubiéramos abandonado la idea de gestionar el bien común. Hasta al PP, que patrimonializa la unidad de España, se le rebela la infantería a las puertas de las generales.
Por favor, ¿hay algún ingeniero inocente en esta sala que nos explique qué es lo mejor para todos?
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