El Viñas
¿Se puede pasar en segundos, sin salir del escenario, del tontito de Nemorino al cabronazo del duque de Mantua? Se puede, a condición de que esto sea el Viñas. Porque el concurso de canto en memoria del insigne tenor catalán, que se celebra estos días en Barcelona, más que si un personaje es esto o aquello, se fija en lo que canta, en cómo lo canta. De manera que puede salir un tenor, como salió en la tarde del miércoles en el Auditori Toldrà del Conservatorio Municipal, y cantar una tras otra, sin tiempo de recomponerse, Una furtiva lágrima y La donna è mobile. El caso es llegar a la eliminatoria final -que se celebra esta tarde en el Liceo-, y si es posible, ganarla. No fue el caso de nuestro tenor, que quedó apeado tras esa prueba. Quizá picaba demasiado alto, pero es que al Viñas se acude para echar el resto, y que sea lo que Dios quiera.
Ya lo advertía Enedina Lloris en la presentación del evento, la semana pasada: para el jurado internacional la dificultad estriba en discernir, entre los dos centenares largos de aspirantes, si la que escuchan es una simple voz de concurso o la punta de iceberg de una carrera lírica. Ella misma es el mejor ejemplo del valor y el límite de esta prueba: se presentó en 1980, obtuvo una pequeña beca para estudiar en Italia y al cabo de tres años echaba el resto y obtenía el primer premio, iniciando a partir de ahí una espléndida trayectoria, luego continuada como reputada pedagoga. Para el público que llenaba el auditorio -a seis euros la entrada- el morbo está justamente ahí, en cazar a los futuros divos en sus comienzos. Es un deporte no exento de cierta crueldad, por la cantidad de materia prima humana que hay que descartar, pero gratificante como muy pocos.
Ese es el notabilísimo peso específico del Viñas y la apertura oficial del concurso, presidida por el alcalde Jordi Hereu el sábado pasado en el Saló de Cent, volvió a constatarlo. Pronunció el pregón Helena Cambó, la cual evocó la amistad de su padre, fundador de la Lliga y mecenas de las artes, con el doctor Vilardell, yerno del tenor de Moià y fundador de la prueba en su recuerdo: la Cataluña culta, excelente, cosmopolita y elitista en el mejor sentido de la palabra que, pese al gran desastre, se negó a desaparecer. Hoy el concurso, que cuenta con el pleno apoyo del Liceo, se ha modernizado, descentralizando a cinco capitales europeas más Nueva York la primera eliminatoria. No dispone de ninguna subvención de Bruselas, pero debería buscarla: no hay patrimonio cultural más europeo que la ópera. Y Barcelona está muy bien colocada. En medio de tantas desgracias infraestructurales como sufre el país, no deja de ser un consuelo.
Pero volvamos al Saló de Cent. Tras el pregón vino el recital de la soprano lituana Violeta Urmana y todo lo anterior volvió a confirmarse. Urmana ganó el primer premio en 1992 y a partir de ahí ha desplegado una impresionante carrera que la ha llevado hasta Bayreuth y La Scala, donde inauguró la temporada 2002 con una Ifigenia de Gluck dirigida por Muti. Próximamente protagonizará La Gioconda en Madrid y su agenda para los próximos años es un festival. Pues bien, Violeta Urmana vino a demostrar en el Saló de Cent que su voz era efectivamente de carrera, no sólo de concurso. Acompañada con elegancia al piano por Jan-Philip Schulze, cantó cuatro lieder de Richard Strauss, seguidos por canciones de Berlioz y de Rachmáninov (en paralelo a su actividad operística, hoy se prodiga también en muchos recitales). Pero fue en los últimos dos bises cuando Urmana impuso su voz de concurso echando el resto: el 'Vissi d'arte' de Tosca y Las coplas de Curro Dulce, de Obradors. Fuerza, riqueza armónica, calidad tímbrica, gloriosa plenitud. La excelencia: Francesc Viñas, Cambó y el doctor Vilardell la habrían reconocido de inmediato.
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