Desesperanzas
Esperanza es una palabra inscrita en los umbrales del infierno del Dante, mercancía prohibida en los controles de acceso del Averno. Desesperanzado y mohíno, Alberto Ruiz-Gallardón, se traga el llanto y disimula el crujir de dientes con una sonrisa circunstancial y crispada, un rictus estereotipado desde hace tiempo en los rostros de tantos compañeros de partido, mueca congelada en los labios apretados de Esperanza Aguirre. Si el pecado fuera delito, aspiración suprema de los administradores de culpa del Vaticano y sus legiones sucursalistas, las cárceles estarían a rebosar de profesionales de la política que se merecen un círculo infernal, un semicírculo al menos, para ellos solos. Si el infierno son los otros como escribió Sartre no debe haber peor tormento para un político que compartir la eternidad sufriendo la compañía de otros como él, a puerta cerrada, sin aplausos, ni electores, sin vencedores ni vencidos, círculo vicioso y estéril. El hemiciclo infernal debería ubicarse en las proximidades del núcleo central, muy cerca de Satanás y de sus ángeles desterrados con los que los políticos comparten el primero de los pecados capitales, el que desencadenó su estrepitosa caída en las sombras: la soberbia, el pecado diabólico.
Entre los perdedores de la batalla Aguirre-Gallardón figuran, sin comérselo ni bebérselo, los ciudadanos
Soberbia viene de súper, recuerda el acogedor diccionario de doña María Moliner, y es la cualidad o actitud de la persona que se tiene por superior a las personas que le rodean... y desprecia y humilla a las que considera inferiores. No se concibe el caso de un individuo que ingrese en la política sin más aspiración que la de ocupar un cargo subalterno y provisional, la política es una iglesia en la que todos aspiran al papado, un ejército en el que todos pretenden llegar a capitán general. La ambición es una cualidad o actitud muy valorada en la profesión política, y la ambición, volvamos a doña María, es el deseo apasionado de ciertas cosas como riqueza, poder, honores o fama. Según un sondeo-flash publicado por este periódico la mayoría de los ciudadanos opina que Esperanza y Alberto actuaron por ambición personal, más Esperanza (64%) que Alberto (48%). Otras posibles respuestas, como el interés general del país, o el bien de su partido, obtienen porcentajes "más bien raquíticos". Confundir sus ambiciones personales con el interés general del país es el último peldaño de la enfermedad profesional de los políticos, el virus, el embrión de ese pequeño dictador que todos deben llevar dentro para sobrevivir en el circo, hemicirco de las vanidades, gran simulacro en el que sólo cuenta la propia supervivencia, pues se trata de una brega de todos contra todos, en la que luchan los unos contra los otros, los unos contra los unos y los otros contra los otros y donde, a veces, son más celebradas las bajas en el bando propio que en el contrario, pues las primeras dejan más expedito el camino de la riqueza, el poder, los honores y la fama, verdadero horizonte que orienta a todos los que dedican su vida a la política que es algo más que un empleo, pero sobre todo un empleo.
En el país de los ciegos el tuerto nunca sería el rey, sería la víctima propiciatoria de una persecución implacable que tendría como objetivo primordial cegarle para ponerle a la altura del resto. A Esperanza Aguirre le sienta bien el parche en el ojo, lo da por bien empleado porque con su rabieta infantil ha conseguido cegar el horizonte político de su sempiterno rival en la sucesión del partido, mal partido, enfrentado y dividido en vísperas electorales. Malparados salieron ambos, Esperanza y Alberto, de la salomónica querella que ha tajado en dos la cohesión y la coherencia en el agitado seno del primer partido de la oposición, por muchos años. Las ambiciones de Alberto se han desmoronado, pero las expectativas de Aguirre siguen casi intactas, aunque necesitará de alguna cirugía reparadora para arreglar el deterioro y hacer olvidar el entuerto. Tuerta yo, ciego él, canibalismo político en estado puro. En la lista oficial de la lotería popular de Madrid los ambiciosos confesos como Zaplana hacen cola tras Mariano el Indeciso y el opulento Pizarro que ahíto de riquezas y poder ahora va a la conquista de los honores y la fama. Lo cortés no quita lo bizarro.
Entre los perdedores de la batalla, Aguirre-Gallardón, figuran sin comérselo ni bebérselo, sólo tragando, los ciudadanos madrileños que se las verán con un alcalde deprimido y saliente que ha renunciado a sus votos y ya no cantará en el coro de los maitines de Rajoy. Si el alcalde revocase también los votos olímpicos que le comprometen con la candidatura de Madrid hasta 2011, el Ayuntamiento de la capital se daría a la Botella, Ana Botella, con un mensaje inequívoco que aclara quién ha salido ganando en esta guerra de guerrillas preelectoral y fratricida. La sombra familiar del superconsejero Aznar se proyecta sobre el turbulento cielo del PP como una gaviota depredadora, insaciable en la busca de sustento para los suyos y ojo avizor sobre el campo de batalla donde algunos de su bandada se alancean entre sí con fiereza para demostrar su coraje y su valía. ¡Ay de los vencidos!
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