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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

De donde vienen las historias

Manuel Rodríguez Rivero

Pienso que si se confirmara el romance de Naomi Campbell (Streatham, Londres, 1970) y Hugo Chávez (Sabaneta, Barinas, 1954), tal relación no debiera ser entendida como muestra de la proverbial atracción que, de acuerdo con el tópico falócrata, determinadas mujeres experimentan por los hombres poderosos, sino como prueba irrefutable de que, en efecto, en nuestro mundo todo es posible. Absolutamente todo: que monseñor García-Gasco protagonice un outing en la plaza de Colón, que el senyor Carod-Rovira se postule a la alcaldía de Madrid, o que la señora Clinton contrate al castizo cantautor Sabina como estrella de su campaña. Cualquier cosa. La perspectiva de que la deseable supermodelo, por cuyo sistema circulatorio fluye sangre jamaicana y china, pudiera un día yacer en los brazos (o cabalgar sobre el rollizo abdomen) del caudillo populista y petrolero insulta mi sentido del decoro, ya vapuleado por esta contemporaneidad chabacana en la se me hacen verdad aquellos sabios versos del llorado Ángel González: "Para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho". Un pesimismo que se torna abisal si atiendo a algunas entregas editoriales posnavideñas que se disputan un lugar en las mesas de novedades. Nos hemos acostumbrado a pensar el libro como ese "conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen", según la patética definición pretecnológica del DRAE, sin tener en cuenta que en ese envoltorio también cabe lo que en mi opinión no es, en ocasiones, más que pingüe mugre oportunista. Ahí tienen, por ejemplo, lo último del señor Peñafiel (La Esfera de los Libros), que promete convertirse en el best seller de cierta droite ávida de escándalo y que, gracias a su radiofónico vocero, ha descubierto el chic neofranquista del republicanismo (de las JONS). Me encantaría que el señor Peñafiel escribiera alguna vez acerca de gente corriente: de aquella demasiado humana Exuperancia, por ejemplo, nada que ver con la señorita Campbell. En cuanto al cuento del caudillo y la modelo, que me trae de cabeza, qué quieren que les diga salvo que, como aseguraba Groucho, nunca voy a ver películas en las que el pecho del héroe sea mayor que el de la heroína. Si se confirma el romance, quizás se merezca un apéndice en una próxima edición de otra de las joyas que llegan estos días a las librerías: Grandes polvos de la Historia (Espasa), de José Ignacio de Arana. Ya ven cómo está el negocio. Ganas me dan de seguir al pie de la letra el eslogan de la campaña "Libros a la calle" del Gremio de Madrid: se abre la ventana y se arroja a través de ella el material sobrante.

La congénita necesidad de contar historias (cuando el hechicero las utilizaba para suministrar respuestas simbólicas a lo empíricamente ininteligible creaba mitos) se recrudece en un mundo en el que se hace difícil encontrar sentido

Hipérbole

País barroco y carente de mesura, en el que la hipertrofia y la hipérbole son moneda corriente y cifra cotidiana de nuestro estar-en-el-mundo. Ahí tenemos, sin ir más lejos, la reacción mediática ante dos fenómenos de muy distinta índole: la desmedida exaltación del Monarca con motivo de su septuagésimo cumpleaños y la inmoderada consagración de Ken Follett en el altar del dios Libro con motivo de la publicación de su novela Un mundo sin fin. Para comprender el sentido de la primera consulté a mi topo en el CIS con el fin de averiguar si la exageración se producía como taimada respuesta ante datos ultrasecretos que sugiriesen que el país estuviera acostándose monárquico y levantándose republicano. No hay tal, me aseguró, por lo que mi perplejidad aumentó exponencialmente. Respecto a la segunda, recurrí a mis archivos por si se me había pasado que Santillana hubiera adquirido el grupo Random House (propietario de Plaza & Janés): al libro de Follett se le ha concedido tanta bola en los medios audiovisuales vinculados al grupo que edita este diario que está usted leyendo que por un momento llegué a sospechar que semejante transacción había tenido lugar, y yo con estos pelos. Ya sé que lo de Follett es por sí mismo un fenómeno que merece reseña aparte: Los pilares de la tierra ha sido el libro más vendido en España (unos 5,5 millones de copias) en la última década. Una novela que han leído, incluso, muchas personas que no se consideran lectores habituales, y que se ha discutido en colegios y clubs de lectura. En cuanto a Un mundo sin fin, todo en él se presenta como pura hipertrofia de la clase que fascina a los departamentos de mercadotecnia: 700.000 ejemplares de tirada a 29,90 la pieza y barriendo a la competencia en plena retracción (y no sólo estacional) del mercado libresco, 1.700 gramos de peso, 100 trailers para transportarlos al último confín de la (por ahora) Piel de Toro, 1.180 páginas que, puestas una detrás de otra, y multiplicadas por la tirada inicial, formarían un camino de papel continuo de casi 200 kilómetros. Bueno, todo eso está muy bien. Pero no exageremos: demos al Rey lo que es del Rey, y a Follett lo que es de Follett (y también de Random House), pero sin propasarnos. No vaya a ser que, a lo tonto, nos vayamos creyendo nuestras propias, interesadas, tranquilizadoras mentirijillas piadosas.

Relatos

¿De dónde vienen las historias? Desde antes de Eliade y Barthes y Ricoeur sabemos que sólo cuando convertimos en relatos -y, por tanto, en memoria- los desordenados acontecimientos que conforman nuestra vida nos hacemos auténticos protagonistas de ella. La congénita necesidad de contar historias (cuando el hechicero las utilizaba para suministrar respuestas simbólicas a lo empíricamente ininteligible creaba mitos) se recrudece en un mundo en el que se hace difícil encontrar sentido. Eso lo han asimilado los creativos publicitarios, que ya no anuncian su producto, sino que nos cuentan una historia sobre él. He pensado en ello estas tardes sombrías y húmedas de enero, mientras saboreaba café caliente y leía los relatos contenidos en Sauce ciego, mujer dormida, una recopilación de Haruki Murakami que Tusquets pondrá a la venta a principios de febrero. No soy un incondicional del autor: a semejanza de lo que me ocurre con las películas de Wong Kar-Wai o, más recientemente, con Deseo, Peligro, de Ang Lee, la belleza mórbida y elegante -trasunto de nostalgia y pérdida y deseo frustrado- en la que suele complacerse acaba por producirme paradójicamente un embotamiento de la sensibilidad al que acompaña cierta nostalgie de la boue realista y proletaria. Pero algunos de sus relatos -en ciertos casos episodios o esbozos de las novelas- me parecen perfectos: epifanías en las que nada sobra ni falta, fragmentos de vida fecundados por el humor o la ironía y en los que los motivos "surrealizantes" tan caros al autor se integran orgánicamente. No llega a conmoverme como lo hacía Salinger (por citar una de sus influencias), pero a veces se aproxima.

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