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Reportaje:DE VIAJE

Una taza para el té

La estación de San Bento en Oporto posee el poder de retener al viajero. Es un homenaje a los que se van y vuelven, a los amantes que se encuentran y se despiden

Cuando era pequeña viví casi dos años en una estación de ferrocarril como la de Trenes rigurosamente vigilados, una maravillosa novela de noventa páginas de Bohumil Hrabal, que se desarrolla en Checoslovaquia al final de la Segunda Guerra Mundial y donde se encuentra, a pesar de la distancia de tiempo y espacio, gran parte de lo que vi a los cuatro años: un pequeño mundo organizado jerárquicamente donde se mezclaban la mecánica, la burocracia y la vida familiar: las sacas con el correo, el despacho de billetes, las oficinas, las mercancías, las vías, las traviesas manchadas de grasa, la grava amontonada junto a los raíles y las florecillas que crecían junto a la grava. Y según se comprueba en la novela de Hrabal, su esquema se repite por casi todo el planeta: el jefe, los factores, los guardagujas, los mozos, los maquinistas, los interventores (que pican los billetes en los vagones), los inspectores. ¡Ah! y los viajeros, esas caras que se suelen ver una sola vez en la vida.

Merecería una película al estilo de 'Breve encuentro', de David Lean; 'Estación Termini', de Vittorio de Sica, o 'Enamorarse', de Ulu Grosbard

Seguramente Hrabal jamás habría escrito esta novela si entre sus numerosos oficios no hubiese figurado el de ferroviario, sólo así fue capaz de hacerme ver en su factor Hubicka al factor Martínez, que es al que más recuerdo de mi infancia. Pero lo que yo nunca habría imaginado es que muchas de las intensas sensaciones de aquellos remotos años las iba a encontrar en una historia que había ocurrido tan lejos, en otra lengua muy distinta de la mía y que había sido escrita por alguien con un nombre tan raro, y a partir de ahí me empezó a dar igual en qué país y en qué idioma se hubiese escrito algo, sólo tenía que ser suficientemente mío. Lo bueno de la literatura es que logra unir esto con aquello para crear cierta armonía en el universo. Y por eso quizá los trenes han sido doblemente literarios. Desde el relato El Guardavía, de Dickens, hasta Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, pasando por Agatha Christie, que decía eso de "los trenes han sido desde siempre uno de mis objetivos favoritos", por Zola, por Camus, hasta Italo Calvino con su Si una noche de invierno un viajero..., los trenes han atravesado páginas y páginas envolviendo en humo todo tipo de paisajes y emociones.

Aunque sólo fuera por lo que nos han inspirado, las antiguas estaciones de tren tendrían que ser especie protegida, nos unen a un pasado sentimental que aún no han conseguido sustituir los aeropuertos, aunque poco a poco vayan mimetizándose con ellos. Acero, cristal, plástico y la palabra universal WC en lugar de la muy nuestra de urinarios con reminiscencias de termas romanas. La legendaria cantina ha desaparecido junto con su nombre en favor de esos mostradores insípidos con bocadillos de tortilla de patatas hecha con huevina. Pero ya no hay vuelta atrás, el viajero ahora quiere que las estaciones sean tan efímeras en el recuerdo como su paso por ellas. Antes no, antes uno tenía conciencia de que la estación quedaba, permanecía como un monumento al paso fugaz del viajero por ese lugar, y cuando el tren se iba alejando volvíamos la cabeza para verla empequeñecerse. Un gesto, un acto reflejo, provocado por la necesidad de saber que al avanzar hay que dejar otras cosas.

Sin embargo, hay que decir que hay estaciones que no consienten que las ignoremos y las consideremos un mero trámite para salir a la calle. Estas estaciones poseen el poder de retenernos y obligarnos a contemplarlas como algo más que un lugar de tránsito en que una multitud va llenando de desperdicios las papeleras y dejando sus pisadas por doquier. Me estoy refiriendo a estaciones como la de San Benito en Oporto. Incluso el que esté acostumbrado a verla, no puede dejar de echar una mirada a sus paredes revestidas con veinte mil azulejos decorados por el pintor Jorge Colaço, en que se representan escenas de la historia de Oporto y que vistos de cerca parecen estar cubiertos por una fina gasa para que no se deterioren. Toda la cerámica está pintada en blanco y azul, que es el tono dominante de la ciudad, con esas alegorías, batallas y paisajes que animan las vajillas de porcelana. Por lo que toda esta majestuosidad encierra a la vez algo de hogareño, de taza para el té. Es algo así como un homenaje a los que se van y vuelven a casa, a los amantes que se encuentran y se despiden. De verdad, esta estación merecería una película al estilo de Breve encuentro, de David Lean; Estación Termini, de Vittorio de Sica, o la más contemporánea Enamorarse, de Ulu Grosbard.

Cuando llegué a Oporto, el día estaba ligeramente nublado. A los románticos el nublado, la llovizna y la caída de las hojas nos ponen muy tontos, así que fue descubrir el puente de Eiffel, llamado de Don Luis, y pensar en la diferencia que habría entre cruzarlo sola entre el azote del viento y un terrorífico vértigo o con aquél en quien ahora pienso. La diferencia entre tomarme un oporto sola o con él. La diferencia entre hacer un crucero sola por el Duero sobre el reflejo de la ciudad en las aguas o con él. ¿Y entrar en la suntuosa librería Lello de principios del XIX y hojear libros juntos? No es que no me quiera a mí misma como aconsejan las revistas, pero también en el café Majestic me habría gustado que me quisiera alguien más. El escenario de Oporto parecía hecho con mis propias manos, incluso había ese punto de descuido en las fachadas y la tradicional ropa tendida que le daban una dolorosa naturalidad. Pero faltabas tú. Me comí un delicioso bacalao junto a un borrascoso Atlántico con personas que apenas conocía y pensé que lo mejor para salir de este estado y recuperar el equilibrio sería encontrar un centro comercial y zambullirme en compras absurdas. Pero no, tuve que tropezarme con la dichosa estación de San Bento y entonces me vinieron a la cabeza esos dueños de oportunidades perdidas que fueron los personajes de Celia Johnson y Trevor Howard (Breve encuentro) coincidiendo cada jueves en la misma estación hasta que ya no pueden pasar el uno sin el otro, pero con un final que no les perdonaremos nunca. Y lo mismo cabe decir de Jennifer Jones y Montgomery Cliff, para cuyo largo tira y afloja entre esta mujer casada y su joven amante italiano se alquiló la Estación Termini de Roma. Y tampoco habrían quedado aquí nada mal Meryl Streep y Robert De Niro sufriendo el embeleso del uno por el otro como podían en Enamorarse. Nada es perfecto. -

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