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EXTRAVÍOS
Columna
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Asombro

¿Dónde andáis, sombras amigas?", se interroga José Antonio Muñoz Rojas (Antequera, 1909) justo al comienzo de su libro titulado precisamente Las sombras (Pre-Textos), "Nombre tuvisteis una vez, cuerpo y amor. Temblando me acerqué a vosotras, me llevasteis de vuestra mano a todos los descubrimientos, me asomasteis a la noche donde están los misterios, a los acantilados donde el mar a veces desvela su secreto". Es curioso, pero, sobre todo, admirable que este gran escritor malagueño, ya casi en el umbral de ser centenario, inicie y concluya el memorial de sus sombras con sendos actos de agradecimiento. Entremedias está, desde luego, el recuento de las sombras personales, que es de naturaleza elegiaca y, por tanto, de destilación melancólica, aunque no por ello necesariamente triste, porque el recordar del corazón se pulsa con el movimiento de los latidos alternantes de lo agridulce. Y es que la vida, si se prolonga, te convierte en un cazador de sombras, que trazan el dibujo de las pérdidas, de lo amado ausente.

Etimológicamente, el término sombra procede del latino umbra, pero la s que en castellano le antecede es, según Corominas, un misterio, frente al que el reputado filólogo se atreve a aventurar la bella hipótesis de que, quizá, proceda de su opuesto correlativo, el sol, siendo así la palabra sombra una coyunda de contrarios complementarios. Este mismo régimen de ambivalencia se aplica a los muchísimos derivados del término en nuestra lengua, entre ellos el muy gráfico y hermoso de asombrarse, que alude alternativamente a quedarse como en suspenso ante algo extraño por admiración o repulsión, lo cual crea un estado de revelación luminosa o de mera estupefacción; vamos: claridad u oscuridad; sol y sombra. Por lo demás, las mismas sombras, que, según Platón, limitaban el conocimiento del hombre confinado a la caverna, fueron las que produjeron el invento erótico de la pintura, si hacemos caso de la leyenda griega de aquella doncella corintia que delineó el halo sombrío que proyectaba sobre la pared su amado mientras dormía, creándose, a partir de entonces, esa divergencia que ha separado el arte de la filosofía.

Pero volviendo sobre el maravilloso libro de José Antonio Muñoz Rojas, que lo es no sólo o no tanto por las muy entrañables y poéticas remembranzas personales, sino, principalmente, porque las trasciende para encarar la impersonal sombra de la muerte como la otra cara que ilumina la vida y el maravilloso don de las palabras, donde resplandece lo que hemos sido y el ser. En este sentido, el libro de Muñoz Rojas es fruto del asombro por vivir y, como no podía ser menos, nos asombra a nosotros, sus lectores, porque sintetiza lo que han hecho los poetas y los artistas de todos los tiempos al transformar las sombras en barbecho en fértiles veneros de luz, no sin prodigiosa alquimia y esforzada labrantía existenciales. O como él mismo, poeta de la buena sombra, lo dice mejor en el párrafo final: "Lo que queda es el polvillo de la creación, cuando el espíritu flotaba sobre las aguas y ya estaban escritas las líneas misteriosas, que luego serían palabras, músicas y colores que harían por siempre la vida y la palpitación de cuanto existe".

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