Sensibilidad adormecida
Luego del parón invernal por las fiestas navideñas, regresamos a los entrenamientos y los partidos que rigen nuestra rutina futbolística. El cuerpo comienza a desperezarse y los jugadores tratamos de hacer volver todas las funciones y capacidades a su nivel habitual, como quien se despierta de una larga siesta después de dormir en una mala posición y se pellizca el brazo adormecido intentando devolverle la sensibilidad perdida. El viejo dicho de que uno nunca olvida como andar en bicicleta una vez que ha aprendido de niño tiene una validez parcial cuando se trata de ejecutar movimientos que se dejaron de estimular por un tiempo y que requieren no sólo la simple repetición de un gesto, como el pedaleo, sino que se basan en la velocidad con la que el cuerpo ejecuta ese movimiento improvisado, esa acción espontánea, creativa, para ser verdaderamente eficaces.
El tiempo de reacción a un estímulo y el tiempo que utilizamos para realizar la acción parecen eternizarse en un camino que solía fluir de manera automática, como quien va del trabajo a su casa. Ahora el cerebelo se empecina en alargar y ramificar ese camino, convirtiéndolo en un laberinto de intrincadas calles donde las ordenes se desorientan y se pierden, o a lo sumo se embalsan en algún punto intermedio entre la cabeza y los pies, dejando la misma sensación que experimenta el viajero que regresa a un país del que sabe su idioma pero hace ya mucho tiempo no practica, con las palabras amontonadas en la garganta y debiendo traducir toda la frase en su cabeza antes de soltarla ante el perplejo empleado aduanero. Así, en los primeros entrenamientos al regreso de un periodo de inactividad, la pelota trastabilla entre los talones en cada control o se aleja lenta pero inexorablemente del pie como un barco que zarpa y nos deja al borde del muelle saludando melancólicos. Los pases más simples describen trayectorias caprichosas que sólo se ven interrumpidas por la presencia del alambrado perimetral y el balón se convierte en un adolescente rebelde peleado con el mundo.
La desconexión dura lo que tarda el cerebro en recordar las dimensiones del cuerpo y en reacomodar su relación con los objetos con los que suele interactuar. En función de la cantidad y la calidad de los estímulos que se reciben se vuelve a poner en marcha nuestra memoria motriz y los pases vuelven a llegar, dóciles, a los pies de nuestros compañeros, los centros se reencuentran con la cabeza precisa de los delanteros y el balón nos vuelve a mostrar el respeto perdido. El gran pianista Franz Litsz solía decir: "Si dejo de tocar el piano un día, lo noto yo. Si dejo de tocarlo tres días, lo nota el público".
Estas sensaciones de torpeza que experimenta cualquiera que retoma una actividad psicomotriz específica después de un tiempo sin ejercitarla no hacen más que reforzar la idea de que el futbolista profesional debe continuar afinando la técnica con regularidad, más allá de haber alcanzado los niveles máximos de competencia.
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