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FUERA DE CASA | OPINIÓN
Columna
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Misterios en catedrales

No paro de topar con la Iglesia. Después de los monasterios, me tocan las catedrales. Semana de catedrales, comencé por la de Zamora, paré en Segovia y terminé en la mezquita catedral de Córdoba. Y, como miles de españoles, estuve virtualmente en la restaurada catedral de Santa María, en Vitoria. Eso, para purgar mi pecado de no haber sido lector de Ken Follett. Soy de esos raros que no han leído Los pilares de la tierra. Estoy intentando -pero no mucho- leer Un mundo sin fin. Me toca penitencia. Las catedrales de Follett no son para mí; las de los otros, menos.

Falté a una cita con Follett, pero me siento cercano al escritor por otras cosas: nos gustan los Beatles, Shakespeare, el jamón y visitar las catedrales. Y no nos gustan Blair ni Bush. De literatura no hablamos.

Como a él, me gustan los misterios de las catedrales. La posibilidad de encontrar rarezas como esa bula del cardenal Rodrigo de Borja, nuestro primer documento impreso en la Península a instancias de ese español que fue Papa de vida poco ejemplar. Cuando hablan de familias cristianas, mejor no recuerden a los Borgia.

Vidas poco ejemplares se pueden rastrear en las catedrales. Sobre todo en las de la Edad Media. Con la intención de ver de cerca, incluso de tocar, algunos secretos, me acerqué a la de Zamora. Quise encontrar restos de esa vida que cuenta Follett en su novela: clérigos rijosos, obispos con amantes, monjas lesbianas, madres superioras embarazadas, priores fornicadores, clérigos homosexuales; en fin, todo un escaparate edificante para familias tradicionales, sean creyentes o descreídas.

No imaginé ese cachondeo en las novelas de Follett. Mi gusto por las catedrales ya me había informado de ese mundo de clérigos y civiles, de juglares o seglares, de truhanerías y ramerías, de adulterios, pasiones y mucho sexo. Un mundo que no se refleja en los altares o en sus vitrinas, pero sí en esos lugares más ocultos, más discretos, donde los canónigos reposaban sus posaderas en sus interminables liturgias. Un mundo que todavía se puede ver en sus "misericordias", en sus tallas de los coros.

El mejor de la erótica catedralicia hispánica está en la catedral de Zamora. Allí están representadas las más atrevidas escenas de lujuriosas relaciones. Vicios y erotismos de todas clases y posturas. Obscenidades, seducciones y flagelos que estaban reservados para los usuarios del coro. Los no clérigos nos teníamos que conformar con mirar sin tocar. ¡Eso era antes! También los tiempos están cambiando para visitar esos lugares de los templos. A mí no me dejaron visitar el coro de Zamora. Me conformé con un libro descatalogado que un buen librero zamorano tuvo la bondad de regalarme. -

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