Uno de los nuestros
El humano es un animal de fe. Su capacidad de creer desborda razones, hechos, evidencias. Ahí están las primarias estadounidenses: pese a la suprema irrelevancia de las características genitales en lo que atañe al poder, resulta difícil hablar de la candidatura de Hillary Clinton sin mencionar el "factor femenino" y el porcentaje de mujeres que apuestan por ella.
La fe y el mito sobrevivirán, sin duda, gane o pierda Clinton. Si han resistido a la prueba empírica de Margaret Thatcher, lo resistirán todo. Thatcher fue primera ministra entre 1979 y 1990 e inventó el moderno Reino Unido. Lo cambió casi todo, desde la política fiscal hasta el sistema sanitario. Su sombra sigue siendo poderosa. ¿Cuál fue la incidencia del "factor femenino" en la revolución thatcherista y en su herencia? Se me ocurre aquel apodo tan imaginativo, Dama de Hierro. Nada más. Quizá también aquellas estupideces que se escuchaban con frecuencia, del tipo "actúa como un marimacho".
No existe una forma femenina de ejercer el poder, como no hay una forma masculina de operar una apendicitis
No existe una forma femenina de ejercer el poder, como no existe una forma masculina de operar una apendicitis. Margaret Thatcher gobernó con dureza, de acuerdo con un marco ideológico inflexible. Dejó morir a los huelguistas de hambre del IRA, acabó con los sindicatos mineros, declaró la guerra a Argentina. Gobernó, a secas. Como Merkel, Bachelet o Gandhi.
Un detalle incidental: Margaret Thatcher era licenciada en ciencias químicas, y antes de dedicarse al derecho y la política trabajó en una fábrica de monturas para gafas y en una fábrica de helados. Cuando llegó a Downing Street, dos predicciones predominaron: que cambiaría la forma de ejercer el poder, por el "factor femenino", y que respaldaría la investigación científica, por el "factor químico". Sobre el primer factor no vale la pena abundar. Sobre el segundo, basta el juicio de la revista The New Scientist: "Su relación con la ciencia fue siempre menos que cordial".
En un mundo ideal, el sexo de un candidato carecería de importancia. En el mundo real, la evidencia de que la mujer cobra menos, recibe menos oportunidades y suele trabajar, porque lo impone la organización familiar tradicional, en condiciones de inferioridad respecto al hombre, sostiene el mito de que una mujer en la cumbre supone forzosamente un cambio a mejor. Y no. Pasada la primera impresión, las cosas siguen igual. Cuentan las ideas y el talento, no el sexo. La lectura de One of us (Uno de los nuestros), de Hugo Young, la mejor biografía de Margaret Thatcher, resulta extremadamente reveladora en ese sentido.
Cuentan las ideas. Y cuentan los precedentes, incluso los remotos. Todas las "dinastías presidenciales" estadounidenses han supuesto, hasta hoy, un fracaso rotundo. El primer presidente Adams, John, fue paranoide y de discreta eficacia; el segundo presidente Adams, su hijo John Quincy, fue paranoide y rotundamente ineficiente. El primer presidente Bush, George, dio un resultado mediocre; el segundo, George W., dejará probablemente el cargo en las más altas cimas de la miseria. No puede tenerse en cuenta el caso de los dos presidentes Roosevelt, Teddy (republicano) y Franklin (demócrata), porque eran parientes lejanísimos, primos en quinto grado; Franklin compartía más genes con Ulysses Grant, otro presidente anterior, que con Teddy.
Quienes han vivido en la Casa Blanca hacen malos presidentes. Quizá porque conocen de antemano los límites del poder presidencial, o porque no sufren la impresión del "hail the chief" con que se les acoge, o porque llevan ya incorporado el cinismo. En estos casos, la experiencia suele ser un lastre; véanse los éxitos de dos burócratas tan expertos como Dick Cheney y Donald Rumsfeld, las "manos seguras" de Bush, hijo.
Barack Obama no sólo es joven e inexperto. Es negro, es hijo de musulmán y fue a la escuela en Indonesia. Un sueño.
One of us. Hugo Young. Editorial MacMillan, 1989. 600 páginas.
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