Meandros literarios
1 y 2. Como no me parece que pueda dirimirse si existe o no una "literatura universal" sin haberla definido previamente, comenzaré definiéndola según mi opinión. La "literatura universal" -término acuñado por vez primera, posiblemente, por Goethe en sus Conversaciones con Eckermann- es algo más que el mero conglomerado de todo lo que se ha escrito en el mundo entero. Tal conglomerado existe propiamente (basta con visitar las páginas web de las grandes bibliotecas del mundo), pero no coincide con lo que debería entenderse por literatura universal, que sería algo bastante más complejo. De acuerdo con Goethe y con el uso tradicional de esta expresión, la universalidad, en materia de literatura, procede más bien de los intercambios simbólicos que se producen cuando las literaturas nacionales entran en contacto entre sí, sincrónica y diacrónicamente. De hecho, la idea es de puro cuño ilustrado y neoclásico, y no deja de reflejar, en el caso de Goethe, el interés del escritor alemán por conservar unas relaciones cordiales con las literaturas francesa e inglesa, sin que la alemana perdiera el terreno que, especialmente con su propia figura, acababa de conquistar.
Si las literaturas nacionales o regionales -desde las más grandes literaturas escritas en las más potentes lenguas hasta aquello que Kafka denominó "literaturas pequeñas"- no entran en contacto mutuo por la vía de las traducciones, tampoco resulta fácil hablar, por lo menos en términos simbólico-cualitativos, de literatura universal. Por otra parte, no deja de ser cierto que muchas muestras de literaturas pequeñas, cuando alcanzan un grado de poquedad o de particularidad muy evidentes, difícilmente llegarán a subirse al tren de lo que entendemos aquí por literatura universal por mucho que se traduzcan, porque parecen haber nacido deliberadamente bajo la única protección, ideológica, de nacionalismos muy magnánimos.
Creo, pues, que existe la literatura universal, pero siempre en este doble bien entendido: a) que las obras se hayan escrito al calor de influencias entrecruzadas con el resto de las literaturas de un continente, o de varios, y de diversos momentos de su historia; y b) que posean por sí mismas una carga suficiente de universalidad en función de su materia tratada, sus formas de expresión y su alcance hermenéutico o interés general.
3. También pienso que hay un canon literario universal, en contra de la opinión de mis colegas contemporáneos más à la page (pero posiblemente menos atentos a las páginas de un libro). En este sentido, soy un leal discípulo de Martín de Riquer y de José María Valverde, que estudiaron mucha historia de la cultura, pero no sucumbieron a la propaganda de los llamados "cultural studies". No sé a qué cuento de qué puede venir discutir el carácter canónico de Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare o Flaubert: se han traducido a muchas lenguas, todo el mundo los ha leído con provecho y con placer, y forman parte del acervo humanístico de muchos países por meras razones estadísticas, además de poseer aquellos fundamentos estéticos que han propiciado, precisamente, su divulgación. Se ha puesto de moda ridiculizar la idea selecta de un canon de literatura universal (el de Harold Bloom, como muchos otros que se redactaron en otros momentos de la historia, siempre a partir del siglo XVIII), pero parece una mera insensatez, por no decir una bobada, echar del canon a Cervantes o a Shakespeare para sustituirlos por cualquier escritor de tres al cuarto por razones habitualmente extraestéticas (sexo, raza, lengua perseguida en la que escriben, heroica indigencia del autor, etcétera). Las críticas a la idea general de "canon de las letras universales" proceden habitualmente de ideólogos y de grupos sociales de presión y de autoafirmación, y no de la crítica literaria solvente, ni siquiera de las preferencias de los lectores; a veces son la consecuencia de operaciones de merchandising, otras veces son un fruto espurio del patriotismo más cegado, otras un grito desesperado de los que nunca escribirán como se debe -se trata de la sintaxis, la construcción y la eufonía, eso es todo; el contenido es casi secundario-, o de escritores reivindicativos de su condición racial, sexual o social. Quiero decir que no basta con ser homosexual, por ejemplo, para autoafirmarse como escritor tan canónico como cualquiera: al fin y al cabo, Shakespeare, Wilde, Cernuda y García Lorca lo fueron, y su entrada en el canon universal no se produjo por sus opciones sexuales, sino por la calidad de lo que escribieron. Ni basta con ser pobre, o siberiano, o, para colmo, afroamericana, lesbiana y vecina del Bronx, para ponerse al lado de Henry Fielding, Jane Austen, Thomas Mann, Gao Xingjian o Wole Soyinka.
En el fondo, basta con dejar que los años transcurran. El tiempo acaba poniendo en un lugar canónico -es decir, de validez universal, por muy locales que hayan sido las lenguas utilizadas en cada caso o sus materias tratadas- a quienes se han devanado los sesos y han aguzado el ingenio para escribir páginas perdurables. A no ser que los planes de educación secundaria y universitaria (Bolonia), o los suplementos literarios de los periódicos, acaben también con esta capacidad secular de discernimiento.
4. Cómo ha evolucionado la literatura universal ya es otro asunto. Hasta hace muy pocos decenios, sólo entraban en esta categoría los autores que poseían un valor estético de carácter solvente, habían traspasado las fronteras lingüísticas nacionales y habían sido alabados por la crítica internacional o por muchas generaciones de lectores. Ésta, como ya he dicho, es una idea ilustrada, que el fenómeno de la posmodernidad ha criticado y ultrajado con la desfachatez que caracteriza a este movimiento: el último gran acto de dejación intelectual que ha conocido Europa. De modo que, hoy día, es posible que alguien considere más universal Harry Potter o El código da Vinci que la poesía de Joseph Brodsky o de José Ángel Valente por el mero hecho de que aquellos libros se han divulgado infinitamente más que la obra de éstos. Ante este fenómeno, no cabe más que reivindicar los supuestos de orden estético, que eran sólo una parte de los que habitualmente habían entrado en juego en la definición de literatura universal. Uno ya no puede fiarse de las listas de libros más vendidos (antes al contrario, suelen ser los libros que no deben leerse); y será preferible, con vistas al futuro de nuestra concepción de lo que es o deba ser literatura universal atender, sobre todo, a los valores de orden formal -y, como su sombra, también los valores cívicos y morales- de todo producto literario. Que un libro se haya traducido a cincuenta idiomas o que haya sido leído por millones de lectores, en el fondo tampoco le confiere hoy a ese libro categoría literaria universal: entonces no entrarían en el canon, ni por asomo, ni Góngora ni John Donne ni Mallarmé, por poner sólo tres ejemplos de monstruos literarios que casi nadie ha leído ni ha entendido jamás.
Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona y editor de Lecciones de literatura universal.
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