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Reportaje:PURO TEATRO

¡Qué bollo es ser progre!

Marcos Ordóñez

Qué decepción, virgen santa. Sobre todo después de los aldabonazos de Hamelin y Marat-Sade. Claro que allí, detrás, estaban Weiss y Mayorga. Y tras Argelino, servidor de dos amos está Goldoni, pero como si no. Otra vez la funesta manía de coger un clásico y hacerlo pedazos para "acercarlo a la actualidad". Como si en el original no estuviera ya la lucha de clases, y la amargura, y el hambre. Pero también, amigos, la estructura, y la construcción de los personajes, y una mirada sabia, equitativa. Y la alegría, y la ligereza. Todo eso parecen habérselo prohibido esta vez los de Animalario. Se han puesto crispados, solemnes, sermoneantes. Alberto San Juan, que firma la versión, es un actor de narices pero un dramaturgo un tanto confuso: no se puede tener todo. Uno desearía que hubiera dejado en paz a Goldoni para ponerse a escribir una obra nueva, propia, porque el texto presentado en La Abadía está con el culo entre dos sillas. No puede o no sabe prescindir del cañamazo original, y se diría que le importa un pito, a juzgar por cómo redibuja a los personajes y sirve las escenas capitales de la trama. A Pantalón (planísimo Alberto Jiménez) sólo le falta una chistera y un habano para completar el brochazo de aquellos ricos malísimos que escupía Chumy. Elisabet Gelabert (Clarisa, la hija) lleva una narizota roja de payasa. No es una máscara sino un signo, que diría un semiólogo. El signo dice: "Atención, no me pueden tomar en serio porque soy una maldita burguesa, un ser ridículo". Beatriz/Federico (Rosa Manteiga) y Florindo (Nerea Moreno) tienen marcada una sola línea de interpretación: imposible escapar del carril de marimachos gritones y canallas. Silvio (Daniel Moreno), el pretendiente de Clarisa, está igualmente condenado a ser un tontolaba al que no han rebautizado Borja Mari de puro milagro. No hay la menor chispa, la menor gracia. ¿Por qué tendría que haberla? Esa gente encarna, por si no había quedado claro, "el sistema". Que tamaña colección de monstruos de cartón piedra puedan provocar una instantánea indiferencia no parece haber sido contemplado por San Juan y Andrés Lima, responsable de la dirección. Que la clásica pantomima de Arlequín haciendo malabarismos para servir dos comidas a un tiempo se reduzca a cuatro tropezones, con dos putas canturreando al fondo para hacer bulto, y acabe con un bombardeo de platos de papel sobre el público parece igualmente significativo. Porque nosotros, el público, también somos "sistema". También somos malos. Y culpables, como nos dice el Cardenal Animalario en sus reiteradas homilías. Culpables, por lo visto, de tener un pisito y llegar mal que bien a fin de mes y de ir al teatro a verles mientras en casa una criada suramericana nos plancha las camisas y los emigrantes mueren en pateras. En una de esas jeremiadas que envían la trama a hacer puñetas, aparece Esmeraldina (Pepa Zaragoza), la criada de Pantalón, para contarnos, mientras sus compañeros de reparto la hinchan a tortas, que está muy mal pegar a las mujeres y que, frase estupefláutica, "ser mujer debería ser un privilegio". Curiosamente, la vindicativa Esmeraldina acaba convertida, vía marital, en la puta de Pantalón para conseguir el permiso de residencia: no sé cómo debo entender ese mensaje. Esmeraldina es Pepa Zaragoza, que hace de chacha ecuatoriana como Javier Gutiérrez hace de emigrante magrebí, cosa que tiene un enojoso punto minstrel. Digo yo que por Madrid y alrededores debe de haber un puñado de actores emigrantes sirviendo nuestras mesas y planchando nuestras camisas, y buena ocasión sería de predicar con el ejemplo y liberarles (un poco) de las garras del sistema, pero tampoco nos pongamos igualmente cardenalicios ni pretendamos quitarles el pan a Gutiérrez y Zaragoza, que están estupendos: los mejores, de largo, del elenco. Es otra molestia que Argelino/Gutiérrez, por razones que se me escapan, desaparezca de escena durante un buen trecho: se le echa de menos. Yo creo que le acomete una gran duda existencial: ¿soy Arlequín, soy Woyzeck? No entiende nada de lo que le pasa, pero su confusión también es la mía. Llega en una patera, le roba el trabajo a una negra (o subsahariana), recibe unas palizas salvajes, se pierde en una architópica jarana rumana y pasa un hambre descomunal, muy superior a la de su modelo. Hasta los antihéroes de la picaresca, y mira que vivían en una época chunga, comían más que el pobre Argelino. La suya es un hambruna hiperbólica y, si me lo permiten, conceptual. "Si empieza a zampar", dicen los malos, "acabará por devorarnos".

No voy al teatro para que me abronquen o me editorialicen. No necesito que me digan lo que he de pensar ni lo que he de sentir: me basta con que me lo muestren

De algún modo hay que prescindir de la verosimilitud para que, al final, intente comerse a sí mismo empezando por el codo. A todo esto han pasado dos horas y pico. Es mucho, tanto como magro es el balance: también los críticos pasamos hambre. Aliviaron mi gazuza dramática el fantasma del compañero acribillado en la patera (un aplauso para Nerea Moreno) que se le aparece para que duerma, con él, bajo las aguas: una notable idea poética. Y el formidable conato de seducción entre Argelino y Esmeraldina en la góndola, una escena rebosante de verdad humana, gran talento actoral, emoción. Cuando Javier Gutiérrez, portentoso de ritmo y de tono, se zampa las migas de pan con las que ha de pegar un sobre abierto está a un paso de Peliche, el gran José Luis Ozores. Y Pepa Zaragoza recuerda a la mejor Josele Román. Por esos derroteros iría la obra que a mí me hubiera gustado ver. Es mi problema, desde luego. Yo tengo el vicio burgués de ir al teatro para sentir emociones y ensanchar mi mundo. No voy para que me abronquen o me editorialicen. No necesito que me digan lo que he de pensar ni lo que he de sentir: me basta con que me lo muestren. Goldoni lo hacía, y muy bien. Y Plácido, de Azcona y Berlanga, lo mejor que se ha cocinado en este país sobre la lucha de clases, la eterna humillación de los desposeídos. Con drama y trama. Y humor, feroz, sin sermones de cura progre. Eso no quita para que cada noche la parroquia de La Abadía, flor y nata del primer mundo, aplauda y vitoree puesta en pie.

Argelino servidor de dos amos. Animalario. Hasta el 20 de enero. Teatro de La Abadía de Madrid.

Escena de <i>Argelino, servidor de dos amos</i>, de   Carlo Goldoni y con dirección de Andrés Lima.
Escena de Argelino, servidor de dos amos, de Carlo Goldoni y con dirección de Andrés Lima.

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