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Columna
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En la niebla

Una tarde de otoño de 1824 o 1825, en Londres, ante la vidriera de un café, un adolescente de 16 años observa el trajín de la calle y escribe algunas notas en un cuaderno. El muchacho tiene una mirada atormentada de grandes ojos sombríos; es americano, pero vive en Londres con sus padres adoptivos. Hace un momento que han encendido las farolas de gas en Southampton Road y por la calle pasan carruajes en hilera, mendigos, carboneros, tahúres con chaquetas de terciopelo verde y también prostitutas muy maquilladas arrastrando sus grandes faldas de vuelo por las aceras como barcos a la deriva bajo la bruma anaranjada y obsesiva que va invadiéndolo todo.

En la irrealidad del sueño de las farolas de gas, el muchacho ve de pronto a un hombre mayor, flaco e inquieto que camina embutido dentro de un gabán gris con grandes bolsillos de los que sobresale un manojo de plumillas de crin y dos bocetos enrollados. A veces el señor de los pinceles se para a contemplar uno de estos apuntes, lo despliega despacio, frunce el ceño y vuelve a guardarlo de nuevo. Después sigue su camino dejando tras él un efluvio de trementina. El chico queda fascinado y decide seguirlo por las calles que van quedando deshabitadas al oscurecer. Pero el desconocido no se detiene, continúa hacia los parajes inseguros de los muelles levantando de vez en cuando la cabeza hacia el cielo ceniciento como si olfateara la borrasca y justo en ese momento, en medio de una atmósfera de nubes menguantes y veladuras imposibles, profundamente romántica, el muchacho le da alcance.

Hay momentos que parecen salidos de un cuadro, como aquella tarde de otoño de 1824 o 1825 en la que un poeta y un pintor se encontraron en Londres. Los colores de Londres son el rojo y el gris, o el rojo dentro del gris como un carbón encendido que se hubiera avivado entre la ceniza. Ése es el color de las boyas de salvamento que pintó William Turner en medio de un mar de tempestad y también el color de la chaqueta de uno de los náufragos del puerto de Calais, una manga de cadmio emergiendo entre el oleaje. Uno podría pasarse horas contemplando la escena sin descubrir por qué el color posee esa capacidad fantasmal para flotar. La luz de Turner es siempre inexacta, porque sólo existe en su sueño. Pero también ha habido poetas que han conseguido meter la niebla dentro de una página.

Años más tarde el chico regresará a América donde publicará sus primeros poemas y entonces sabremos que su nombre es Edgar Allan Poe. Pero ahora no, ahora todavía no imaginamos quién puede ser este adolescente de mirada visionaria.

Ya es de noche en los muelles, pero de algún lado llegan intermitentes ráfagas de luz. El muchacho y el viejo se paran de pronto. Cierran los ojos al mismo tiempo como si estuvieran sincronizados y los dos oyen en la lejanía las señales de alarma de un vapor a la entrada del puerto, igual que la noche en que el Ariel zarpó de Harwich. Cuentan que cuando ocurrió aquello, Turner se hizo atar al palo mayor de la embarcación durante cuatro horas para observar mejor el terrible temporal desencadenado.

Del mismo modo que los truenos acercan las tormentas, tal vez el poeta y el pintor cruzaron sus suertes aquella lejana noche londinense. Trece años después, ya en Nueva York, Poe publicó Las aventuras de Arthur Gordon Pym, en cuyas páginas flota la niebla de aquel impresionista salvaje que se llamó William Turner. -

Susana Fortes (Pontevedra, 1959) acaba de publicar la novela Quattrocento (Planeta).

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