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Columna
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La historia se repite

No sé por qué regla de tres, cada vez que se inicia un proceso de descentralización política en España se pone en circulación la tesis de que vamos hacia la disgregación de España primero y a la ruptura del Estado después. No hay que ir más allá de nuestra experiencia democrática recuperada tras la muerte de Franco, para recordar los vaticinios que se hicieron cuando se inició la construcción del Estado autonómico a finales de los setenta y comienzo de los ochenta y compararlos con los que se ha hecho estos últimos dos años con las reformas de los Estatutos de Autonomía.

Lo llamativo es que nadie haya tenido la decencia de corregir el discurso cuando la realidad lo ha desmentido de manera categórica. La nueva estructura del Estado construida a partir de la entrada en vigor de la Constitución ha sido aceptada de manera implícita, como si jamás hubiera sido puesta en cuestión por nadie, pero a ninguno de los detractores de dicha estructura en el momento de su gestación y durante bastantes años después de su implantación, se le ha pasado por la cabeza que tenía que pedir disculpas y rectificar de manera expresa. Oyendo hablar a José María Aznar o Mariano Rajoy parecería que la idea de construir el Estado autonómico fue suya y que fueron ellos los que tuvieron que vencer las resistencias de los demás para hacer posible la existencia de un consenso constitucional y estatutario. No han sido ellos los que se equivocaron en el pasado, sino que, de equivocarse alguien, fueron los demás.

La historia se repite. El discurso agorero sobre el futuro del Estado y la integridad territorial de España se ha puesto en circulación a propósito de la reforma de los Estatutos con la misma virulencia que cuando dichos Estatutos fueron aprobados por primera vez, sin que dicho discurso tenga a su disposición evidencia empírica que lo justifique.

La España de las Autonomía ha sido, sin lugar a dudas, la mejor experiencia político-constitucional de toda nuestra historia contemporánea. El ejercicio del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que componen España ha sido el secreto de su éxito en el final del pasado siglo y el comienzo de éste. El ejercicio del derecho a la autonomía ha supuesto la renovación de la unidad de España sobre un fundamento democrático, algo que no había ocurrido nunca antes en nuestra historia constitucional.

Esto es lo que hemos hecho entre 1975 y 2007. Lo que la Segunda República intentó hacer sin éxito, aunque estaba en el camino de conseguirlo cuando se produjo el golpe de Estado de 1936, lo hemos conseguido con la Constitución de 1978. Se ha transformado uno de los Estados más centralistas del mundo en uno de los Estados más descentralizados y se ha producido dicha transformación con un funcionamiento regular de los poderes públicos, con un ejercicio sin restricciones de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, con crecimiento económico y redistribución de la renta, con cuentas públicas saneadas y con unos niveles de riqueza que se asemejan a los de los países de la Unión Europea. Las autonomías no solo no han roto la unidad de España, sino que han conseguido que su unidad no sea el resultado de una imposición autoritaria, civil o militar. En la legitimidad democrática que presupone el ejercicio del derecho a la autonomía es en donde descansa la renovación de la unidad de España que se ha producido bajo nuestra Constitución, como anticipó que ocurriría Miquel Roca en el debate en las Cortes Constituyentes.

Unidad y autonomía son términos complementarios. Cuanto mayor ha sido el ejercicio de la autonomía por las nacionalidades y regiones mayor ha sido la unidad del Estado español. No es a las autonomías, sino a la ausencia de autonomía, a lo que tenemos que temer.

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