David y Goliat en un torneo exótico
Hace más de 50 años, Santiago Bernabéu, agraviado en su justificado ego madridista por las aspiraciones del Wolverhampton, inglés, pensó en crear un trofeo que proclamara al campeón mundial de clubes. Ideó un enfrentamiento entre los campeones de Europa y Suramérica, las dos regiones con mayor peso futbolístico del globo, y así nació la Copa Intercontinental, una corona de laureles sobre la cabeza de los titanes del fútbol. El trofeo vio su primera edición en 1960 y hasta 1979 se disputó con partidos de ida y vuelta, pero la inestabilidad política de Latinoamérica y todas sus consecuencias organizativas derivaron en un cambio de modalidad y a partir de 1980 comenzó a disputarse en Japón a partido único.
El nuevo milenio dio a luz la Copa del Mundo de Clubes, el primer intento de incorporar a las restantes cuatro federaciones afiliadas a la FIFA en representación de Centroamérica, Asia, África y Oceanía. Fue una prueba derrotada por un calendario plagado de partidos y por solaparse con la Intercontinental. Se desarrolló en Brasil y no tuvo gran repercusión. El Mundial no volvió a disputarse hasta 2005, esta vez sí en la tierra del Sol Naciente y como una versión revisada de la antigua Intercontinental, reemplazando a ésta en las fechas y el lugar y apropiándose de la repercusión de su historia. Las viejas finales contaban con sencillez y la filosa emoción del choque de las dos grandes civilizaciones futbolísticas. Cada año vivíamos nuestro particular Spassky versus Fischer.
El Mundial de clubes es un torneo que todavía busca su identidad. Sigue sin encontrar un formato convincente en las etapas previas al partido final y no logra imponerse al espectador neutral. Es comprensible y justo que se dé cabida al resto de las federaciones con sus respectivos campeones, pero no dejan de ser enredadas algunas de las normas y pautas que sólo quitan brillo a la competición y logran desorientar al público, que termina perdiendo interés. El candidato de Oceanía debía, en principio, disputar un partido clasificatorio contra un equipo invitado al evento por ser el campeón del país anfitrión, en este caso Japón. El club nipón, paradójicamente, se consagró luego campeón de Asia y tuvo acceso al evento sin necesidad de ser invitado, con lo que se otorgó la plaza libre al subcampeón de Asia. Al ganador de ese partido lo esperaban en los cuartos de final los representantes de Centroamérica, Asia y África mientras que el equipo europeo y el suramericano ingresaron en las semifinales directamente. Una llave que despistaría a un semiólogo y que aburre incluso a los entendidos.
Mas allá de formatos y convenciones, la Copa del Mundo de Clubes sigue siendo un trofeo exótico que representa para los equipos del resto del mundo la posibilidad de vencer al Goliat europeo. Para el representante de Europa, en cambio, ese prestigio histórico ya está conseguido al ganar la Champions League dejando atrás al resto de poderosos del Viejo Continente.
He tenido la suerte de hacer en tres ocasiones el larguísimo viaje a Japón para disputar la Copa Intercontinental, una en el bando suramericano y dos en el europeo. Puedo asegurar que la expectativa y la euforia son muy superiores en Suramérica, pero que, cuando termina el partido, no hay tristeza más punzante que irse derrotado del lado europeo. Quizá por eso actualmente los equipos europeos se predisponen anímicamente de manera distinta y comienzan a otorgar a la competición su verdadero valor. No hay mejor lección que una derrota.
Ayer, el Milan se coronó campeón del mundo en un partido aplastante, aplazando para otra oportunidad las aspiraciones de los David del fútbol mundial.
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