Buitres en la niebla
La semana que hoy termina y la que mañana comienza son las menos indicadas del año para disfrutar del presunto sosiego que deparan en Madrid los bares de barrio a la hora del aperitivo y en el crepúsculo. Más que entrar, irrumpen en las tabernas manadas de seres que representan con realismo montaraz lo más florido del producto interior bruto del reino. Acuden a comilonas de empresa. Cuando irrumpen antes del agasajo interclasista, se les puede tolerar porque van frescos todavía. Pero si te topas con ellos tras el ágape, son jauría intolerable, gritona, asilvestrada y aburrida hasta el estertor. Hay que huir a la francesa, como un raposo. O quedarte apostado en la barra como un búho para observar estoicamente cómo se lo montan los buitres disfrazados de cordero, cómo manipulan trompas que para sí quisieran algunos elefantes.
Madrid está plagado de buitres aparentemente encantadores, pero carroñeros en definitiva, como todos los de su especie. Sigue siendo la Corte de los Milagros quevedesca. Y siempre lo será, para qué nos vamos a engañar. No te puedes fiar ni de tu sombra. Menos mal que sigue habiendo gente que demuestra todo lo contrario.
Gracias a Dios, o a quien sea, los controles de alcoholemia y demás sustancias enervantes, están cambiando costumbres ancestrales y perniciosas. Para melancolía de unos cuantos establecimientos hosteleros, la gente se lo piensa mucho antes de acudir a una juerga con un volante entre las manos. Las carreteras y las calles van más sueltas, en principio. Esto es magnífico, sobre todo en Navidad, la época del año en que se cometen más desatinos viscerales; las noches entrañables que suelen acabar como el rosario de la aurora; la inmensa pena que te atrapa al recordar a personas que ya no están aquí para emborracharte un poco a su lado.
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