La vuelta al mundo de Ibrahim
Un ghanés que hoy trabaja acogiendo menores en Madrid, recorrió con 15 años África junto a sus amigos desafiando a la muerte
Esto no me va a salir, esto no me va a salir. La racha buena que me ha traído hasta aquí ha desaparecido. Así que hay que cambiar de destino para seguir bien".
Ibrahim no se entiende muy bien a sí mismo, pero se levanta del asiento del avión que vuela hacia Madrid desde Beirut, se encierra en el cuarto de baño, hace trizas su pasaporte de Ghana y lo arroja al váter. Luego tira de la cadena. Al diablo. No cambiará de avión en Madrid. No llegará a Costa Rica, donde sus seis amigos, los otros miembros de la pandilla, le esperan para seguir camino hacia Canadá. Él va a variar de ruta porque siente que si no lo hace, le devolverán a Ghana. Una ilógica voz alimentada de superstición africana le arrastra a olvidarse de Costa Rica. Se quedará en España. Solo. Mentirá: dirá que es de Sierra Leona, un país en guerra; pedirá asilo político. Al diablo. Aquí terminará para él el viaje empezado dos años atrás, cuando tenía 14, al salir de su casa en Akra (Ghana). Ha cruzado, junto a sus amigos, Burkina Faso, Malí, Mauritania, Argelia, Níger, Libia, Egipto, Siria y Líbano; ha recorrido varios desiertos, y ha salvado sin pasaporte más de 10 fronteras, la mayoría a pie. Tres de sus amigos murieron en el camino de enfermedad, sed y agotamiento. Los otros le esperan en Costa Rica para seguir el camino hacia el norte, hacia Canadá. Pero él no. Prefiere fabricarse un destino sobre la marcha. Se quedará en España. Al diablo.
Salieron de Ghana diez amigos. Tres murieron en el viaje de enfermedad, sed y agotamiento. Los otros viven en Canadá Fueron atacados por tuaregs en el desierto. Se defendieron a golpes. Días después, otra tribu les dio agua y comida
Fueron atacados por tuaregs en el desierto. Se defendieron a golpes. Días después, otra tribu les dio agua y comida
Se quedó: seis años después, Ibrahim Rasheed es un hombre inteligente y orgulloso que sonríe todo el tiempo. Ahora tiene pasaporte español, y la experiencia que extrajo del enorme viaje que le cambió para siempre es la base de su vida: trabaja de monitor en un programa de la Concejalía de Servicios Sociales del Ayuntamiento de Madrid en colaboración con la congregación religiosa de la Merced, en una casa de acogida de extranjeros que llegaron a España siendo menores, de manera ilegal, pero que han cumplido ya los 18 años. Entraron escondidos en los bajos de un camión, o de polizones en un barco por Canarias, o saltando la verja de Melilla. Ibrahim les escucha, les aconseja e intenta que acaben como él: con un futuro y un pasaporte en el bolsillo.
"Les entiendo porque fui como ellos. En cierto modo lo sigo siendo. Salí de casa con 14 años para no volver. Eso es difícil de entender en Europa. No es tan difícil en África, donde lo complicado es imaginarse que alguien con 30 o 35 años aún vive con sus padres", explica en una de las habitaciones de la casa.
Luego regresa a la mañana en que salió, junto con nueve amigos, todos de la misma edad, rumbo a Canadá. Casi con el mismo equipaje y la misma preparación que emplea un grupo de quinceañeros de Madrid para subir a la sierra un sábado. "A Canadá, sí, a Canadá. De Ghana a Canadá. ¿Que por qué esa obsesión con Canadá?", e Ibrahim se ríe una vez más. "Pues ¡yo qué sé!, porque habíamos visto gente que había ido a Canadá y les iba bien. Porque estaba muy lejos, porque era otro mundo, porque no tenía nada que ver con lo que veíamos".
Se marcharon sin papeles un amanecer, sin decir nada a sus padres, con cerca de 1.000 dólares que cada uno había ahorrado después de trabajar. Calcularon, con una ingenuidad que resultó mortal, que alcanzarían Egipto en una semana, donde tenían pensado trabajar, sacarse el pasaporte y tomar un avión de Canadá. En realidad tardaron seis meses en cruzar el norte de África a pie y a bordo de los camiones y las furgonetas cuyos dueños viven de transportar inmigrantes por las antiguas rutas de las caravanas del desierto.
Llevaban mochilas con comida, pero se acabó a las pocas semanas. Estuvieron siempre juntos y lo compartieron todo hasta que cuatro meses después, en el desierto de Tibesti, en el sur de Libia, uno de ellos enfermó de sed y de debilidad. Lo enterraron en un agujero que taparon con arena, rezaron por él durante una noche y siguieron al día siguiente porque ya no había vuelta atrás ni camino de regreso. Rezaron mucho en las noches frías de desierto. Una mañana les atacó una tribu de tuaregs. Se defendieron a golpes. Días después, otra tribu les ayudó a sobrevivir proveyéndoles de agua y de comida. Ibrahim recuerda sobre todo una mañana en que un pastor de cabras se quedó asombrado de ver caminar entre las dunas a un grupo de nueve muchachos y les preguntó: "¿Qué hacéis por aquí, negros"?
Todos estaban convencidos de que llegarían no sólo a Egipto, sino a Canadá. Y de que llevarían una vida distinta allí, de que había algo importante en el futuro reservado para ellos. No pertenecían a familias miserables: Ibrahim y sus amigos habían estudiado en el colegio y en el instituto, hablaban varios idiomas, entre ellos el árabe y el inglés. Ibrahim recuerda que, además de ganar dinero, latía en ellos otro tipo de ambición más difusa pero igualmente decisiva: "El ansia de salir, de viajar, de conocer, de vivir otra vida". Todo lo que les esperaba en esa dichosa Canadá que habían soñado juntos.
Durante las semanas del desierto llevaron siempre todo el cuerpo cubierto, salvo los ojos. Comieron poco y bebieron muy poco. "Ahora no me explico cómo pudimos sufrir tanto", recuerda Ibrahim. Pero muchas noches, con una determinación insalvable, las ocuparon en practicar el inglés con el acento americano que habían aprendido en las películas de la televisión y que usarían en la frontera de El Paso.
Alcanzaron Egipto. La mayoría ya tenía 15 años. Desde allí, después de trabajar, de ahorrar algún dinero y de tranquilizar a sus respectivas familias, saltaron a Jordania. A Siria. Más tarde, a Líbano, donde trabajaron un año de peones de albañil y de vendedores de ropa en la calle. Otros dos componentes del grupo murieron allí, también de enfermedades contraídas durante el viaje. Los que quedaron compraron un pasaporte. Y un billete de avión a Costa Rica, haciendo escala en Europa. Uno a uno, en diferentes días, para no levantar sospechas, fueron llegando a Costa Rica. Cuando le llegó el turno a Ibrahim, eligió la ruta por España. Tenía 16 años, y en pleno vuelo, asaltado por un repentino ataque de miedo a la mala suerte, cambió de opinión y resolvió quedarse en España.
No se arrepiente de la decisión. Hace poco salió elegido vocal en la junta de distrito de Salamanca para temas de conciliación. Le gusta su trabajo en la casa de acogida. El día en que cuenta su historia está con Mohamed Chaque, un marroquí de 18 años que llegó a Canarias en 2005 de polizón en un barco que iba a Canarias. Ibrahim le ayuda a no desesperar, a perseverar para conseguir los papeles. "Cuando voy a África, intento convencer a los jóvenes de que no vengan, de que no se arriesguen, de que no vale la pena tanto sufrimiento. Pero, una vez que están aquí", y entonces mira a Mohamed, "hay que ayudarles, no se les puede dejar así, a su aire, ni siquiera cuando cumplen 18 años; hay que seguir atendiéndoles, como hacemos en esta casa".
Ibrahim sonríe. Mohamed, también.
Pero falta una pregunta: ¿qué fue del resto de los amigos? ¿Llegaron a Canadá?
"Cruzaron Costa Rica, Guatemala y México. Al llegar a El Paso se hicieron pasar por afroamericanos. Pasaron sin bolsas, con ropa americana que habían comprado, hablando inglés con el acento que habían practicado en el desierto. La policía estadounidense creyó que eran negros de Tejas que habían ido a pasar el día a México. Cruzaron Estados Unidos y llegaron a Canadá. Allí viven. Tienen buenos trabajos. Uno es funcionario, otro tiene un negocio, otro...".
Luego mira por la ventana y concluye: "En verano nos juntamos a veces en Ghana; entonces recordamos el viaje, y reímos y lloramos juntos, sentimos cosas que no podemos compartir con los demás, que se quedan para nosotros". -
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