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Crónica:DON DE GENTES | OPINIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

Macho-varón

Elvira Lindo

No paro de escuchar eso de que en los ochenta, en Madrid, hubo una movida. Yo, particularmente, tuve muchas movidas, sobre todo en el curro, como se decía entonces en un argot que ahora suena retro. Mientras la noche y el centro de la ciudad estaban plagadas de Pepi, Luci y Bomes, el día y el trabajo, por mucho que transcurriera por los pasillos de Prado del Rey, aún se debatían entre la España rancia y la que despuntaba. A la ranciedad ayudaba el caserón de la radio, de pasillos oscuros y de panelados franquistas. Por ellos andaban los chicos díscolos de Radio Tres y también los nostálgicos de la España del Parte. Recuerdo que yo, chica de la Tres, me paraba a veces a ver lo que otros hacían. Lo mejor de la radio, a no ser que seas la estrella, es estar en el control de sonido, donde unos técnicos (entonces casi siempre hombres) y gentes de producción chismorreaban sobre los invitados de turno. Era algo que se debía hacer (y se hace), el cotilleo feroz, manteniendo la sonrisa para que el invitado no se mosqueara y los presentadores no se pusieran nerviosos. Cuando el invitado era un hombre, el juicio de los que estaban al otro lado de la pecera sonaba terminante, "¡anda, que traéis a cada gilipollas!", en cambio, cuando la invitada era mujer, la disección a la que era sometida duraba tanto como la entrevista, "vaya tía más fea, coño", "es mona, pero no tiene tetas", "le quedan sólo dos años para tener un polvo", "pues aprovecha, tío", "naaa, a mí estas culonas no me ponen". Despreciaban el polvo que nunca iban a tener la oportunidad de echar. La zorra y las uvas. Lo que yo veía, objetivamente, era a unos tíos cero atractivos mirando por el cristal (como si fuera una chimpancé) a una tía jaquetona. Lo que yo deseaba, lo recuerdo como si fuera hoy, es que llegara el día en que estos hombres fueran capaces de verse a sí mismos tal y como eran y pudieran advertir el patetismo de sus juicios sobre la belleza femenina. Es algo que plasmaron prodigiosamente las películas que suelen programarse en el antropológico Cine de barrio. Por curiosidad histórica me vi el otro día una de Manolo Escobar. La tesis del filme era un encendido debate entre la música moderna y la española. En un momento dado, aparecía un individuo cejijunto que se definía a sí mismo como macho-varón ("yo, como macho-varón que soy"). Por cierto, que de pronto, la película se interrumpió y apareció Carmen Sevilla, con uno de sus trajes ostentóreos (Gil dixit) que se salen de la pantalla, y empezó a vender un crucifijo de piedras preciosas, diciendo, con mucho guiño de complicidad femenina, que si sisábamos (las chicas) un poquito de dinerillo de aquí y otro de allá, "cariños, el crucifijo puede ser vuestro, vidas mías, que vais a estar divinas". Para que luego digan que la televisión española no tiene concepto de servicio público y, sobre todo, no tiene una imagen actualizada de la mujer: somos las que sisamos, somos las del crucifijo. Pero a lo que voy, ¿ha llegado ese momento revolucionario en la historia de este país en que un español se vea a sí mismo como realmente es y no como su mamá le dijo que era? No, para nada. De hecho, se encuentra tan estupendo que no intenta modernizar un poco su aspecto personal o, al menos, atreverse a un mínimo de extravagancia. En política, los únicos puntos de color que se ven en los escaños, a uno y a otro lado, son esas horrendas corbatas rojas o esas de verde refractante que misteriosamente gustan tanto. A la pregunta que me hizo un productor de televisión de por qué en España es tan difícil una serie tipo Sexo en Nueva York, mi respuesta fue que no falla el escenario, que puede ser fantástico, no fallan las mujeres, las hay modernas, bellas y atrevidas (por mucho que mis queridos Reverte y Marías no las vieran en su antológico paseo de hace meses: hay que pasear más), lo que fallan son los hombres. No tenemos Mister Big. Bueno, hay una honrosa excepción. Una noche de la pasada primavera, yo iba a una fiesta en el último piso del Rockefeller Center, para que lo voy a ocultar. Empezó a llover como sólo lo hace el cielo americano, y mis zapatos de tacón y mi falda larga avanzaban por un río que me llegaba literalmente por las rodillas. Llegué al fin al lobby del rascacielos y mientras pensaba si aparecer en la fiesta como recién duchada o volverme a casa, escuché a mis espaldas una voz inconfundible, poblada de jotas y haches aspiradas. Me volví a cámara lenta y allí estaba: Bono. No el humanitario, sino el humanista. El nuestro. Fue un momento verdaderamente Carrie Bradshaw. Le dije, Bono, que soy yo. No me reconoció: nunca me había visto tan vestida y tan mojada. Bono, el hombre que una encuentra al final de la tormenta. Bono estaba triste, se acababa de retirar de un Gobierno que en aquellos tiempos no era este Gobierno de España, sino otra cosa. Pero, caramba, el encanto se ha roto, Mister Big se ha convertido en hombre-anuncio y se pasea con una alegría que no le cabe en su pecho actual de macho-varón y cuenta que va a ser el primer presidente del Congreso que hará compatible el cargo con llevar a la niña al colegio. Oh, Dios, lo repite tantas veces que una no sabe si es un moderno o un personaje de cine de barrio.

¿Ha llegado el momento en que un español se vea a sí mismo tal como es y no como su mamá le dijo que era?
En España no es posible una serie tipo 'Sexo en Nueva York' porque lo que fallan son los hombres
La actriz Sarah Jessica Parker, que da vida al personaje de Carrie Bradshaw en la serie <i>Sexo en Nueva York</i>.
La actriz Sarah Jessica Parker, que da vida al personaje de Carrie Bradshaw en la serie Sexo en Nueva York.BERNARDO PÉREZ

Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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