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Reportaje:PURO TEATRO

Y volvían cantando

Los que ríen los últimos es una obra sobre la búsqueda de la trascendencia, es "pura y reluciente esperanza". El montaje del texto de Eusebio Calonge es "lo más claro, redondo y rotundo" de La Zaranda

Marcos Ordóñez

Hará un par de semanas, a propósito de Peter Brook, hablábamos de espiritualidad, esa palabra que despierta tantas sonrisitas. Para Brook, la espiritualidad es el eje del teatro, lo que ha de "permitirnos atisbar los valores que hemos olvidado". Brook tendría que conocer a los de La Zaranda. Se convertiría, instantáneamente, en su abuelo adoptivo y les pagaría tres rondas. Habría que montar ese encuentro ya. De entrada, los de La Zaranda son negros, como a él le gustan. Es decir, españoles purísimos, carbones ardientes, rientes, que juegan y se la juegan como negros. Escuche, mister Brook; escuche las santas palabras de Eusebio Calonge, "el Alejandro Sawa de La Zaranda", como bien le llama Rosana Torres: "Yo creo que lo que le falta al artista de estos tiempos es preguntarse por el verdadero sentido de la vida. El teatro es una herramienta que tiene Dios para comunicarse con el hombre. Y digo Dios sin ningún complejo". ¿Complejos, los de La Zaranda? Ni medio. Tienen complejidad, que no es lo mismo. A espuertas. Y espiritualidad, a cántaros. Los que ríen los últimos, lo más claro, redondo y rotundo que han hecho, es una obra sobre la búsqueda de la trascendencia, de lo sagrado. Y su gasolina (o su manzanilla) no es otra que la fe. "La fe es la creación. La fe es siempre alegre", dice Calonge, más spinozista que Spinoza. Lo dice, lo escribe, lo siente, y sus cofrades lo actúan con todo el cuerpo, como negros. De Andalucía la Baja, la más africana. Por eso llegan y convencen, siempre. ¿No se ha dicho que la fe mueve montañas, y permite avanzar cuando estás rodeado de basura, y salir volando? La fe y la risa "de los que aún sienten la nostalgia del paraíso frente a la carcajada desdentada del tiempo". En su anterior espectáculo, Homenaje a los malditos, todos estaban muertos en la espeluznante escena final, colgados en el ropavejero, mascando naftalina, archivados para siempre. Ahora, la resurrección. ¡Hosanna! "¡Ladies and gentleman, welcome to the Fantastic World of the Zarandini Brothers!", clama, sobre un redoble de tambor, la voz adventicia. Los que ríen los últimos es pura y reluciente esperanza, porque "entre día y día están los sueños". Tres payasos de mala muerte y mucha vida: una entrada de clowns que dura hora y veinte. San Juan de la Cruz les presta el lema para su escudo de armas: "¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche!". Aquí, de nuevo en el Español, su sede madrileña, vuelven a estar en la carretera. On the road again. Aquí el triciclo no se para, no hay vueltas en círculo. Hay, por supuesto, mucho dolor atrás y a los lados. La carretera es la Strada, y el camino desolado de El viaje a ninguna parte, y aquella autopista de El leñador y la muerte, de Berlanga, donde el organillero sin manubrio buscaba en vano un árbol para ahorcarse. No, ellos no. "Ya hemos reventao", dice Paco Sánchez, la respuesta jerezana a Danny De Vito, "lo que pasa es que seguimos vivos". ¿Están perdidos? "Si no te pierdes", dice Gaspar Campuzano, el nietísimo de Don Pepe Isbert, "no puedes encontrar nada". El crístico Campuzano parece muerto en una bañera de zinc, "gravemente muerto", pero le reviven el pasodoble y el confeti. Polvo y charanga de circo, de circo terminal pero coleante. ¡La invicta tradición! ¡Las esencias! Hablando de muertos, me contó Rosana que no querían pisar el escenario del Español. Por miedo y por respeto. "¡Ahí estuvo ayer el cuerpo de Fernán-Gómez!", susurró a voces Paco Sánchez. Vaya si hablaba en serio. Los de La Zaranda creen en los Grandes Muertos Vivos. De eso también va su obra. Un Gran Difunto guía los pasos de los Zarandini, "cinco generaciones de Grandes Artistas Difuntos". Puede ser el Pelirrojo, puede ser Valle, puede ser Próspero. ¿A quién no le hace falta un abuelo? "Debíamos de haberle disecao", dice el Payaso Paco. "Hemos tocao fondo. El día menos pensao, me voy", dice Enrique Bustos, el Payaso Rizao, aquí en funciones de mánager. Pero tampoco se va. "Empuja, empuja...". Y así arranca el triciclo, con la bañera a guisa de sidecar. "¿Adónde vamos?", pregunta el Rizao. "A donde haya que ir. A hacer lo que se tenga que hacer", contesta Don Pepe redivivo. Aunque ya nadie se acuerde de ellos, aunque sus presuntos colegas sólo sepan hacer "ruido con la boca". Ellos siguen tocando su eterna canción, "la mismita de siempre", mitad réquiem mitad charanga para acordeón, trompa oxidada y ukelele. "Cuando se cambian las cosas, nunca gustan. Y si no cambias, dicen que te repites". De golpe, fin de viaje. Aparentemente. Están en un inmenso vertedero. "En cerros se acumula la basura, tan altos que no dejan pasar la luz". Nudo gordiano, hendido por una decisión capital: "Trabajar para las ratas o trabajar para nuestro padre". ¡Sagrado conjuro! La tronante voz del Padre Próspero desata la tormenta, y convierte la bañera en balsa que se alza prendida a un globo infantil, y sobrevuela la mierda y el estrépito de los ruidos con la boca. No es, ni mucho menos, el globito rojo de Lamorisse. Viene, que ni pintado, de San Salvador, de las Américas: se lo prestó a Calonge aquel vendedor de globos que estuvo agonizando tres días en un parque, sin que nadie le prestara atención. Vuelan, vuelan... "Desde aquí", dice el Payaso Paco, "el mundo parece un palmo de terreno". Es el loco Edgar hablando al ciego Gloucester. Aterrizan. Lejos, en el país del Padre. La gran carpa. Ha llegado el momento supremo, el Más Difícil Todavía: un salto de veinte metros para caer de cabeza en un cubo ridículo. O sea, hacer reír a la muerte. Retumba el pasodoble africano, parte de cuyo viento (Banda del Empastre + Orchestra Baobab) les ha llevado a ese llano. El Payaso Hijo trepa por la escala en busca del Padre. Ése es su mandato: no hace falta saltar, basta con atreverse a subir. Y allí queda, glorioso en lo alto, con los brazos en cruz, la barba enloquecida y brotada de florecitas del camino que nunca se acaba: el carro de La Zaranda sigue, ya, por Castilla, por Asturias, y luego por media Suramérica. ¿Y Cataluña? ¿No hay carpa en Cataluña para los zaranderos?

¿Complejos, los de La Zaranda? Ni medio. Tienen complejidad, que no es lo mismo. A espuertas. Y espiritualidad, a cántaros

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