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Columna
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Árbol

"Según los mayas, la muerte es un acto de creación", le dice la joven Izzi, que padece un tumor cerebral, a su marido, Tom Creo, neurocirujano dedicado a la investigación de la regeneración neuronal, causándole no poco desasosiego. Sus respectivas vidas, anudadas por un profundo mutuo amor, que ni siquiera ha tenido tiempo para madurar, divergen, sin embargo, ante la inminencia del hecho fatal, pues mientras Izzi dedica sus últimos meses a escribir una novela histórica, La fuente, donde narra el cometido que impone una joven reina española en apuros a su bravo campeón para que éste busque en el México de los mayas la savia del árbol de la vida, Tom se desespera en el frenético empeño de hallar la solución neurobiológica que logre curar los tumores cerebrales malignos. Ninguno de los dos logra terminar su tarea, porque Izzi deja sin escribir el último capítulo de su novela, no sin reclamar a su desdichado marido que lo redacte él por su cuenta, y Tom, cuando cree que ha dado con la solución científica al problema, asiste, impotente, al fallecimiento de su amada esposa. Ésta es la trama argumental del filme, The fountain (2006), editado en nuestro país con el título La fuente de la vida, del cineasta estadounidense Darren Aronofsky, en el que se cruzan las tres dimensiones temporales que hay en la historia narrada: el pasado, según el relato legendario de Izzi, donde ella es la reina española y su marido, el conquistador que ha de hallar el secreto de la inmortalidad en el remoto México; el futuro, al que Tom se agarra para hallar una solución científica a esa enfermedad que es la muerte, y, en fin, el trágico presente, cuya fatalidad obliga a ambos amantes a tomar direcciones divergentes.

No por azar, en las tres dimensiones temporales antedichas se alude de manera recurrente al relato bíblico de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso por haber probado la fruta del árbol del conocimiento, y, sobre todo, a la posterior proscripción divina por la que, en ningún caso, ni ellos, ni sus descendientes, podrían llegar a probar también el fruto del árbol de la vida. Para evitarlo, Dios protegió a éste con una intimidante espada flamígera, cuyas llamas tenían la perversa cualidad de seccionar cualquier nexo entre el conocimiento y la vida, con lo que no es extraño no sólo que el nudo existencial que ata al hombre no haya sido aún desenredado, sino que, como hemos comprobado en el caso de los atribulados Izzi y Tom, produzca reacciones divergentes.

En cualquier caso, como quizás se pueda colegir a partir de lo hasta aquí sucintamente resumido de la bella película de Aronofsky, el desenlace dramático de la misma se centra en mostrarnos cómo el viudo Tom redacta ese último capítulo de la novela, voluntariamente inconclusa, de Izzi, en el que él explica cómo ha llegado a comprender que, en efecto, la muerte es un acto de creación, o, si se quiere, que la muerte forma parte entrañable de la vida, desvelando así el misterio de la íntima unidad que soterradamente fusiona las raíces de los árboles de la sabiduría y la vida.

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