La deriva autoritaria de F. Camps
El actual presidente del Consell muestra una enfermiza obsesión por el control informativo, una afonía incurable ante las preguntas de los periodistas, una dispersión evasiva ante las interpelaciones de la oposición y, en fin, una intolerancia absoluta frente a cualquier atisbo de crítica. La cuestión podría ser: ¿era así o se ha hecho así? Analicemos la situación.
Las primeras intervenciones en las Cortes de los diputados y consejeros del PP, en esta legislatura, permitieron comprobar la existencia de un elemento común: todos agradecían, de una u otra forma, al presidente Camps el que hubiera confiado en ellos y les hubiera, así, permitido ocupar los lugares que respectivamente ocupan. Al parecer el pueblo valenciano, con sus votos, tiene un papel secundario a la hora de otorgar legitimación política a los electos del PP. Este hecho, que se puede comprobar, introduce en los hábitos políticos de nuestro entorno uno de los elementos que caracterizan el culto a la personalidad, de tan infausta memoria en otras latitudes. Aunque las situaciones no son comparables, me preocupa la aparición de este fenómeno. No vamos en la buena dirección. La promoción de la autonomía moral de los sujetos políticos y de las libertades individuales me parecen valores defendibles que se debilitan con este tipo de comportamientos.
Esta rutina adulatoria resultaría anecdótica si no viniera acompañada de otras prácticas igualmente preocupantes. Es conocida la manipulación que hace el Consell de los medios de comunicación públicos. Cada día resulta más inaceptable. Van tan sobrados que no se preocupan ya ni de disimular. Dentro de su peculiar concepción de la democracia parece que encaja perfectamente la vulneración permanente de las reglas del juego. Entienden como normal gozar del monopolio del acceso televisivo a los ciudadanos y lo ejercen sin empacho a través del abuso sobre Canal Nou y mediante las concesiones de nuevos canales a los amigos. Ligera concepción de la democracia es la que admite convivir con estas prácticas, pero es la que hay.
Igualmente grave resulta la utilización de las instituciones para fines estrictamente partidistas, despreciando su papel constitucional o estatutario. Las Cortes se han convertido, por mor de la mayoría gobernante, en el teatro de operaciones donde se reiteran, hasta la saciedad, las consignas contra el presidente Zapatero. La secuencia es simple y repetida: en el seno de algún gabinete se diseña el motivo de ataque, relacionado con los temas sensibles (agua, financiación, AVE...), que dará lugar a la presentación de la correspondiente iniciativa parlamentaria. Lo de menos es el rigor de la misma. Cualquier cosa sirve para colocar la soflama en Canal Nou y en los medios que actúan como corifeos habituales. Logrado esto, misión cumplida y satisfacción por el trabajo. Paralelamente, se cercenan las facultades de los diputados de la oposición de diversas formas. Por ejemplo: no se aceptan las cuestiones incómodas o se contestan de modo y manera inaceptables. Más que respuesta, lo que recibimos, en muchas ocasiones, es un auténtico desafío. El tono y el contenido de algunas respuestas podría describirse así: "Te contesto lo que me da la gana, ¿y qué?" Este fraude institucional lleva a que el Parlamento valenciano controle al Gobierno... pero a otro, al Gobierno de España. Al que toca controlar, al Consell, solo se le puede aplaudir.
Pero, con todo, el auténtico calado de la deriva autoritaria que arrastra el mandato del presidente Camps se empieza a sentir ahora. La ofensiva desatada, con modos y maneras propios del más rancio autoritarismo, contra María Teresa Fernández de la Vega es difícilmente compatible con los más elementales usos de la democracia. Duele tener que recordar que un demócrata que lo sea y se lo crea, no debe nunca perseguir la destrucción del adversario. ¿Cómo se puede calificar una situación cuando lo que busca el gobernante es exterminar al adversario antes, incluso, de que llegue a serlo? ¿Se pueden aceptar las insidias y las amenazas vertidas sobre la vicepresidenta del Gobierno como algo normal sin que se vean alterados algunos esquemas básicos de la convivencia democrática?
Todo lo descrito no pasa sin que el presidente del Consell quiera que pase. Ni las loas excesivas y sonrojantes de sus partidarios, ni la adulteración de la función de las instituciones, ni las amenazas y ataques indiscriminados a los adversarios se producen de manera espontánea. Todos estos comportamientos se inscriben dentro de una estrategia perfectamente montada que se puede estudiar en cualquier manual de ciencia política. Es la estrategia que caracteriza a los regímenes autoritarios y personalistas.
Volvamos a la pregunta del inicio: ¿era así el señor Camps antes de ser presidente o se ha convertido al autoritarismo a partir de la adulación permanente que le ofrecen sus correligionarios, de forma más o menos voluntaria? No está en nuestra mano responder a la pregunta. En todo caso la situación es la que es y lo que importa es si tiene solución esta deriva autoritaria. Debería tenerla por el bien de todos pero la decisión de volver a la normalidad democrática solo depende de Camps. Lo malo es que solo algunas conciencias rechazan la victoria fácil conseguida a cualquier precio. Al presidente debería preocuparle que, en su caso, el precio de la victoria supone el deterioro, grave, de los principios que sustentan el sistema democrático.
Ángel Luna es síndico portavoz del Grupo Socialista en las Cortes Valencianas.
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