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Los niños malos salen en la tele

Hay imágenes pringosas, que te persiguen muchos días hasta que consigues olvidarlas, y luego aprovechan cualquier oportunidad para volver. ¿Ves la de ese tío reventando a patadas a un chavalito en posición fetal? La pasaron por todas las teles, aunque al principio no hicieran hincapié en esa voz en off que, detrás del móvil-cámara, decía: "Esto va a valer oro".

¿Y la de esa mole rubia calzándole una patada monumental a la niña acurrucada en su asiento del metro? También pasó por todas las teles, y la imagen del bárbaro diciendo: "Estaba borracho, y punto". Hombre, estaría borracho, pero punto, no. El punto no lo puede poner él. Y bueno, cuando su amigo y a la sazón manager se dedicaba a intentar vender sus declaraciones por los platós. Yo creo que sólo tiene que hacer una declaración y es ante el juez.

No se puede juzgar en base al dolor de las víctimas o el escándalo de los telespectadores
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Las escenas son distintas, aunque tienen mucho en común. Primero, por supuesto, la violencia. Son dos escenas violentísimas, insoportables, en las que las víctimas no ofrecen ni la menor resistencia, y el abuso es notorio. Después, las dos han sido grabadas, una por un particular, la otra por la cámara de seguridad del metro. Una parece haber sido hecha para ser grabada y colgada en Internet, la otra es una pillada. Pero las dos, por el hecho de ser emitidas, establecen una relación fuerte entre la violencia y su emisión. Violencia igual a televisión. Y por fin, también tienen en común el tema del dinero. La cinta vale oro en la tele, las declaraciones del violento, también. Otra ecuación: televisión igual dinero. Por último, hay un elemento ambiguo, complejo: el destinatario, el público. Su reacción.

Pero ¿son sintomáticos estos casos? Y, ¿de qué?

Los protagonistas del primero resultaron ser niños de 14 y 15 años. Las peleas y agresiones entre adolescentes no tienen justificación, pero no son nuevas y, por la protección que merece el menor, por ley, no pueden ser exhibidas públicamente. Por mucho que el exhibicionismo adolescente les haya llevado a colgarlas en Internet, las cadenas también tienen que cumplir la ley. Por mucha pinta de mayorón que tuviera el que pegaba, está protegido. La protección está para los niños malos, no lo podemos olvidar, y más en un momento en que las corrientes más reaccionarias norteamericanas la ponen en duda. La edad penal es la edad penal, la irresponsabilidad es la irresponsabilidad, y antes, se es niño.

El espectáculo de esos críos esperando la mayoría de edad para ser ajusticiados -o para pasar a un penal de adultos- es sencillamente escandaloso. La hipocresía en su estado mayor.

Antes, y ahora, la orientación y posibles castigos a las malas conductas estaban en manos de padres y educadores, y los primeros son los que se tienen que responsabilizar penal y civilmente. Pero cada vez más parecería que también esto se deja en manos del Estado y pasa a la opinión pública. La vista pública de esa paliza monumental, que nunca debió producirse -ni la paliza, ni la vista- indigna a cualquiera: nos indigna a todos, y no digamos a los padres de la criatura. Y entonces, nos rasgamos las vestiduras y pedimos justicia. Es decir: pedimos un castigo ejemplar para los agresores.

Yo creo que la ley está hecha, precisamente, para que no sea la víctima ni los indignados espectadores, los que deciden el castigo, cosa que se está olvidando muchísimo en este país. No se puede gobernar -ni juzgar, ni condenar- en función del odio, ni siquiera del dolor, de las víctimas. Ni del escándalo de los televidentes. La justicia, para ser justa, tiene que ser ciega. A las pasiones, como la ira y la venganza. A los prejuicios y la opinión pública. Y, después, si puede, magnánima.

El otro, el del segundo caso, ha pasado la raya de la mayoría de edad y, en el papel, es responsable de sus actos, que se nos aparecen como llenos de agravantes: xenofobia, desprecio de sexo, en fin. Pero también podría tener, y los jueces lo sabrán, sus atenuantes. Para valorar eso está la justicia, que insisto, no se tropieza con la buena conducta sino con la mala. Y que no juzga tipos ni arquetipos, sino personas. Y que su papel no es escarmentar.

Sino... ¿cuál?

Vean esa pregunta machacona a las víctimas -y por extensión, a sus familias- tras cualquier sentencia, y la invariable respuesta: poco. Les han castigado a poco. O a pocos. Ninguna sentencia puede satisfacer a las víctimas, porque no está para eso. Porque lo único que podría satisfacerles es recuperar lo perdido, y eso es irreversible.

En la realidad, lo perdido es irreversible. No en la ficción, porque los golpes no duelen y la sangre es tomate. Pero la televisión diluye la frontera entre realidad y ficción, porque las dos se parecen demasiado una vez emitidas. Esa segunda realidad en la que estamos, con sus propios valores. Que se nos va de las manos. Y las consecuencias, que ya empezamos a vivir, todavía son imprevisibles. A no ser que podamos preverlas, y evitar lo peor.

Rosa Pereda es escritora y periodista.

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