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Reportaje:Reportaje

Recorridos imaginarios por el pasado

La novela histórica no busca relatar la verdad, sino dar una imagen clara y emotiva de un mundo

Voy a comenzar estas líneas confesando mi adicción a esos relatos que mezclan historia y ficción. He sido, y en buena medida sigo siendo, un impenitente y profuso lector de novelas históricas. Algo que, supongo, quizás me reprochen doctos colegas que no suelen leer novelas, y los críticos literarios más serios, que menosprecian ese género popular. Y, con predilección, soy lector de las ficciones que tratan de figuras, sucesos y momentos un tanto estelares del mundo antiguo, es decir, de las de griegos y romanos. Repetidamente he escrito acerca de sus autores, temas y estilos; y hace años intenté comentar las más significativas, en un extenso ensayo bajo el título de La Antigüedad novelada (Anagrama, 1996). Ahí analicé el desarrollo de esa narrativa desde Los viajes del joven Anacarsis (1789), del abate Barthélemy, y Los mártires del Cristianismo (1809), del vizconde de Chateaubriand -muy famosos ambos en su tiempo y poco leídos luego, pero anteriores a las novelas de sir Walter Scott que se consideran pioneras del género-, hasta algunas muy del siglo XX, como La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.

La novela histórica ofrece una amena evasión de lo actual, y se acredita por su intriga y su estilo
El género ha sufrido notables cambios, que pueden detectarse especialmente bien en las novelas de tema antiguo
Al comienzo eran muy frecuentes las descripciones. Casi eran una marca de ese tipo de relatos. Ahora han desaparecido
El pasado que algunas obras de ficción ponen en escena adquiere a veces un carácter inmutable, arquetípico, casi mitológico

En fin, subrayaré de nuevo ahora los trazos más característicos de esos relatos que conservan un amplio público lector fiel y muy variado. No insistiré en su apología, sino en su definición. Podemos empezar, pues, recordando un conocido pasaje de Aristóteles en el que como primer crítico literario afirma que "la poesía es más filosófica que la historia", porque ésta pretende reflejar sólo lo realmente sucedido, y aquélla lo que puede suceder; y lo posible es, desde luego, más amplio que lo que de hecho se ha realizado. Donde Aristóteles dice "poesía" propongo que leamos "ficción", y reconozcamos con él que la ficción supera en amplitud de miras a la realidad. Es decir, que la novela -un género que Aristóteles no conoció, pues se inventó pocos siglos después- tiene un enfoque más panorámico que el de la historiografía. Porque los historiadores intentan ofrecer la verdad escueta de lo que sucedió, en un relato fundado siempre en testimonios precisos sobre el pasado, mientras que la ficción novelesca juega con lo verosímil, un territorio infinitamente más libre y sobre el que caben varias y múltiples perspectivas. En ese sentido la novela histórica suele ofrecernos un viaje al pasado generalmente más ameno y lúdico que el mejor acreditado texto histórico. Aunque, eso sí, no tan verdadero, pues no tiene las garantías de seriedad de la buena historiografía. De hecho, la oposición entre la ficción novelesca y la supuesta verdad del historiador no es absoluta; también el relato histórico interpreta y configura una versión de lo relatado.

La novela histórica es una máquina para viajes imaginarios en el tiempo. Invita a sus lectores a una excursión sin riesgos, siempre hacia el pasado. Su trama debe situarse en una época que el lector no ha vivido en su experiencia personal. Se inscribe así en un marco ya definido, y utiliza para sus decorados y sus personajes los datos que le suministra la Historia. Y sobre ellos construye su trama ficticia con la libertad que le brinda la imaginación de su autor. Para sus actores puede éste escoger entre grandes personajes del pasado o figuras más humildes, gentes que no hacen, sino que sufren los sucesos de la Historia. La novela histórica invita al lector a imaginarse ese ambiente del pasado, muy a menudo combinando lo familiar y lo extraño o incluso lo exótico y juega con ese dépaysement. No busca relatar la verdad, le basta dar una imagen clara y emotiva de un mundo. Como un subgénero nacido del mestizaje entre lo histórico y lo inventado guarda una cierta ambigüedad, porque habla del pasado, pero de modo más o menos latente juega con sesgadas referencias al presente. Pues para atraer y seducir al lector, selecciona del pasado escenas y personajes que suscitan un impacto emotivo y ecos actuales.

En esa ambigüedad intrínseca entre pasado y presente, jugando con un escenario de prestigio histórico y escenas y diálogos de fuerte colorido, estriba su festivo reclamo. Más allá o por debajo de los decorados de época, de las máscaras y disfraces, de otros tiempos se agitan pasiones y caracteres que nos resultan próximos. Un verdadero novelista sabe impregnar el relato con un hálito vivaz y deja hablar a sus personajes con palabras de nuestro tiempo, como si esos seres de otros tiempos fueran nuestros contemporáneos, como si los viéramos vivir a nuestro lado. El relato no se interesa tanto en los grandes hechos en sí como en sus reflejos en la vida y el sentir de sus actores, en dibujar sus caracteres y en dejarlos expresarse con soltura y libertad. "Poco importa", escribió G. Lukács, "la relación de los grandes acontecimientos históricos; se trata de resucitar poéticamente a los seres humanos que figuraron en ellos". De modo que se opone al seco relato del cronista y se aproxima más al arte del biógrafo. Por otro lado, al retratar a personajes y escenas de otro tiempo, el narrador puede mover la cámara a su antojo: puede pintar grandes batallas, momentos espectaculares o escenas íntimas. Recrea impactantes gestos que no vieron los cronistas, y nos cuenta los pensamientos y sentimientos íntimos de sus actores. Lo histórico es, ante todo, marco y ambiente, y en ese escenario sus personajes tienen una enorme libertad. Y ese marco puede resultar muy útil por su efectismo y colorido. De manera que, como sucede con los cuadros de la llamada pintura histórica, los novelistas suelen tener predilección por ciertas épocas de imponentes efectos dramáticos o espectaculares. Así se explica la preferencia por relatos que evocan la fastuosa y cruel Roma Imperial o la pintoresca Edad Media o el misterioso y espectacular Egipto.

La novela histórica ofrece una amena evasión de lo actual, y se acredita por su intriga y su estilo. Entre sus reglas de juego la primera es, ante todo, la verosimilitud. Que surge a partir de una minuciosa recreación del pasado y de las figuras históricas en su contexto propio. Y en cuidar incluso de los detalles menores para no quebrar la imagen histórica. Es decir, que, si se evoca la batalla de Waterloo, ésta debe concluir con la derrota de Napoleón. Todo tipo de anacronismos está aquí prohibido, con alguna licencia puntual; pues pequeños anacronismos intencionados sí pueden admitirse. Por ejemplo, en Los idus de marzo Thorton Wilder alarga unos años la vida del poeta Catulo para utilizar su voz poética en las cartas de la novela. Pero es obvio que la documentación minuciosa y la erudición deben estar ajustadas a la tensión dramática, y siempre al servicio de la acción y los caracteres. A veces la recargan con exceso, como en la Salambó de Flaubert, o en la más reciente Nerópolis de H. Monteilhet.

El novelista puede colocar en el centro de la trama a personajes ilustres o a personajes mediocres de su propia invención, en un entramado de corte romántico o costumbrista. Y puede además variar el enfoque narrativo. Por ejemplo, les puede dar la palabra a los protagonistas, y construir así una especie de falsa autobiografía. Así en Yo, Claudio, de Robert Graves, y en Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. O bien, puede colocar a esas figuras famosas como estrellas invitadas en un reparto con protagonistas de su propia creación, como les pasa a Nerón en Quo vadis o a Ricardo Corazón de León en Ivanhoe. También puede prescindir de grandes personajes y situar en el centro del relato a un individuo de escaso relieve, como hizo, para evocar el ambiente opresivo de la España contrarreformista, Miguel Delibes en El hereje. Y puede disponer en escena a varias figuras, y resaltar el tono coral de la trama, como hace Patrick Rambaud en La batalla y en Nevaba. O presentar en escena a un personaje famoso en un papel inaudito, como hace Margaret Doody con Aristóteles en la trama policiaca de Aristóteles detective.

El novelista tiene sobre el historiador una clara ventaja: la de poder prestar la palabra a distintos personajes, según su conveniencia, e inventar un narrador cuando le parece oportuno. Puede construir un relato en primera persona o bien dejarle la narración a un supuesto testigo de los hechos. Es un recurso muy usual. Más complicado resulta repartir el texto entre diversos relatores en una narración que podríamos llamar polifónica. Espléndido resulta el contraste de las voces narrativas en Memorias del imperio, de Fernando del Paso.

Al dar la palabra a tal o cual personaje, se nos cuentan los hechos según un particular punto de vista, y eso permite una perspectiva parcial y novedosa, distinta de la de cronistas o biógrafos. El caso más brillante es el de Yo, Claudio, de Robert Graves. En ella el viejo emperador, Claudio, el tartamudo y medroso, elevado al trono por un azar, aparece como el sensitivo y más crítico testigo de su tiempo, y se dedica en sus memorias a ajustar cuentas con su tiempo y su familia en una pintura despiadada y vivaz de la corte de Augusto. El lector sintoniza con su fino y ácido humor, y a través de los ojos del taimado Claudio se familiariza con el vacilante Augusto, y la despiadada Livia, y el siniestro Tiberio.

Algunos novelistas, ya sea dándoles la palabra o enfocando sus figuras con una luz favorable, se han interesado en las historias de perdedores, vencidos y silenciados. Así Carmen Riera ha descrito la persecución de los chuetas en la Mallorca del siglo XVII en su novela En el último azul, como Alfred Bosch la de los anteriores judíos mallorquines del XIV en El atlas furtivo. En esa línea no faltan novelas sobre las desdichas de los cátaros o los últimos templarios, o las víctimas de la Inquisición. Si los redactores de las historias oficiales tienden a recoger la versión de los vencedores, los novelistas pueden dar la voz a los otros, los callados. En todo caso, hay que decir que esa tendencia no es algo nuevo. En esa línea reivindicativa hay ejemplos memorables, como el Espartaco de E. Koestler (1938) o el Espartaco de H. Fast (1951), dos novelas de excelentes intelectuales y disidentes de ideología marxista.

Los rumbos de la novela histórica se cruzan con los de otros relatos. Sin tratar de ser demasiado precisos, creo razonable distinguir novelas de trama romántica, de aventuras y viajes, y otras de intriga criminal o policiaca, al margen de las de esquema fundamentalmente biográfico. Para las de trama romántica valga como ejemplo Quo vadis, de H. Sienkiewicz, entre muchas. En las de aventuras, es a veces difícil precisar hasta qué punto lo histórico es sólo decorado o algo esencial en la construcción misma del relato. Citemos algunas muy clásicas, como La flecha negra, de Stevenson; Los tres mosqueteros, de Dumas; La guardia blanca, de Conan Doyle; Historia de dos ciudades, de Dickens; Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, etcétera. ¿Las catalogamos como históricas? Al encuadrarlas en una época precisa su autor ha contado con el marco histórico como un trazo decisivo, y en otro marco ni los actores ni las aventuras serían semejantes. En esta clase encajaría, pienso, un relato de capa y espada como Las aventuras del capitán Alatriste, de Arturo Pérez-Reverte. A veces estos relatos constituyen series con un protagonista al que vemos enfrentarse a múltiples desafíos. Así, por ejemplo, Bernard Cornwell, uno de los mejores novelistas británicos, ha escrito las aventuras del arquero Thomas de Hookton en la Edad Media o las del fusilero inglés Sharpe en las guerras napoleónicas. Así Simon Scarrow novela con muy buen ritmo las hazañas bélicas y andanzas de un bravo legionario romano, Quinto Licinio Cato, combatiente en las bárbaras tierras de Britania en tiempos del emperador Claudio. (De este aguerrido Sharpe se han traducido ya unos quince tomos y del legionario cinco).

Pero más notoria aún es la tendencia a la novela histórica popular de intriga criminal y policiaca. Investigar crímenes en una época donde no había ni huellas dactilares ni un cuerpo de policía regular puede tener mucho de aventura y algo de raro deporte. Podemos leer novelas de detectives singulares situadas en la antigua China -como las del sentencioso juez Li-, en la Alta Edad Media -protagonizadas por un fraile o una monja irlandesa-, en el mundo egipcio, y en el mundo romano o griego. Si a uno le gusta más el romano, puede elegir entre la serie que protagoniza Gordiano el Sabueso y que se desarrolla en la agitada época de César y Cicerón, escrita por Steven Saylor (cinco volúmenes bajo el sugerente título de Roma sub Rosa) o la más larga de Lindsay Davis (ya casi 20 tomos), que pone en escena a su detective Marco Didio Falco en tiempos del emperador Vespasiano. De los varios detectives que se mueven en los escenarios griegos, creo que el más interesante, por el momento, es Aristóteles, resucitado como sabueso en las novelas de Margaret R. Doody. Como Aristóteles era un filósofo realista, muy atento a los detalles, vale para el oficio; un idealista sería menos adecuado. La autora, prestigiosa profesora de Literatura Comparada, reconstruye bien los ambientes de la Atenas helenística, con muchos guiños a textos antiguos. Son sugestivos sus títulos: Aristóteles detective, Aristóteles y los secretos de la vida, Aristóteles y la justicia poética (traducidos recientemente en Edhasa, como muchos títulos antes citados). No todos estos detectives están cortados por el mismo patrón: el maestro peripatético emula a Sherlock Holmes, Gordiano y Didio Falco recuerdan más al irónico y vapuleado Marlowe de Chandler. Sin serie propia ni detective singular tenemos dos thrillers situados en la Grecia clásica de novelistas más cercanos: La caverna de las ideas, de Juan Carlos Somoza, y Las dos muertes de Sócrates, de Ignacio García Valiño.

En cuanto a las novelas de tipo biográfico, es muy fácil recordar algunas. Hay personajes que parecen atraer una y otra vez a los novelistas. Sobre Alejandro, Pericles, César, Cleopatra, Nerón, Napoleón y algunos más, hay decenas y decenas de novelas. Desde luego, hay también muchas biografías, más o menos noveladas.

Por lo demás, hay que notar que suelen repetirse títulos y temas, lo hacen con variantes significativas. Podemos contrastar la evocación de Cartago en Salambó de Flaubert con la del Aníbal de Gisbert Haefs. Y el Trafalgar de Pérez Galdós con las evocaciones recientes de la misma batalla de J. L. Corral y Pérez-Reverte. El género ha sufrido notables cambios, que pueden detectarse especialmente bien en las novelas de tema antiguo. Al comienzo eran muy frecuentes las descripciones. Casi eran una marca de ese tipo de relatos. Ahora han desaparecido. Supongo que es por la influencia del cine y la televisión. ¿Para qué describir Pompeya, si los lectores ya habrán visto en la pantalla o en algún reportaje? La novela invitaba a imaginar paisajes y decorados que ahora ya el lector visualiza fácilmente. Con ello la narración es más rápida.

Al final de su libro Una historia simbólica de la Edad Media occidental (Katz, Buenos Aires, 2006), Michel Pastoureau acaba recordando en un artículo la importancia que para él y otros importantes medievalistas tuvo la lectura en su juventud de Ivanhoe de Walter Scott. ("La Edad Media de Ivanhoe. Un best seller en la época romántica"). Resalta el extraordinario y duradero éxito de esa novela, uno de los libros más leídos del XIX, pues tuvo tantos lectores como Guerra y paz y el Quijote, desde su aparición en 1818. Destaca también, frente a su singular atractivo, sus errores o anacronismos reseñados por los críticos posteriores (alguien lee un libro impreso, sale un franciscano, se menciona el papel, se idealiza con exceso a Ricardo Corazón de León, se insiste en la escisión entre sajones y normandos, aspectos todos impropios de la Inglaterra de su tiempo). Y concluye recordando la fascinación de la novela y su vivaz impronta en el imaginario de muchos lectores. "El pasado que intentan reconstruir los investigadores cambia todos los días, según los nuevos descubrimientos, las nuevas preguntas, las nuevas hipótesis. En cambio, aquel que algunas obras de ficción ponen en escena adquiere a veces un carácter inmutable, arquetípico, casi mitológico, en torno al cual se constituyen no sólo nuestros sueños y sensibilidades, sino también una parte de nuestros saberes. Ivanhoe debe incluirse entre esas obras". Viniendo de un austero historiador ese reconocimiento franco al valor literario de una ficción histórica es algo memorable. Y, por lo demás, un reconocimiento muy justo y pertinente, para ésta y algunas más. -

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