Contraataque
Negar que la televisión influye en el ambiente que se respira es una afirmación cínica. Hasta en esa prehistoria televisiva en la que sólo había dos cadenas los niños salíamos a la calle a jugar inspirados por la película de la tarde. La tele marcaba, aunque fuera fugazmente, novedades en el vocabulario y en el humor. Ahora también. Pero cuando hoy se afirma que aquello que se emite, aunque no mata, sí genera ciertos hábitos, hay que prepararse para el contraataque. Es el contraataque de los que suponen que cualquier crítica a lo que se ve en televisión es un intento solapado de acortar la libertad de expresión; el contraataque de aquellos que dicen que se programa lo que el público demanda sin entender que usted y yo también somos público y también querríamos practicar el sedentarismo de sofá viendo algo inteligente (no necesariamente documentales de animales, por favor); el contraataque de los que de inmediato tachan de puritano al que afirma que hay un exceso en televisión de agresividad verbal, y que ya no se trata de defender a la población infantil, sino de defender los oídos de cualquier adulto que en su trabajo y en su vida normal no hace un uso tan machacón de esas groserías que inundan los diálogos televisivos; es el contraataque de los que te callan la boca diciendo que, al fin y al cabo, la tele es un botoncito que se pulsa por voluntad propia, sin advertir que es precisamente la facilidad de acceso a su disfrute, que además exige poco esfuerzo mental, lo que la hace tan embaucadora. Es el contraataque de los que te dicen, entonces, ¿qué quieres, empezar a prohibir contenidos, hacer sonar un pitido cuando alguien dice un taco? Lejos de mí la intención de prohibir nada, pero, permítanme introducir un concepto, como decía Allen: ¿no podríamos encontrar un término medio entre ponerle dos rombos a Barrio Sésamo y escuchar a un locutor preguntarle al invitado "y entonces qué, te la follaste"?
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