Lo grabó todo
No había regresado al Raval desde que huyó del barrio hace cuatro años cuando observó desde su ventana la demolición de edificios que caían uno tras otro, y con ellos, las vidas afincadas por décadas en ese terreno de las calles de San Rafael y Robadors. No quedó nada. Nada. Tampoco encontró la mueblería de Don Antonio, uno de los vecinos mayores que solía contarle a Adèle cómo era la vida de antaño en el barrio y las vicisitudes de las prostitutas que aún trabajan en esas esquinas. No lo encontró tampoco a él; por más que preguntó el paradero de Antonio, no lo halló: "Si lo encontráis, decidle que he terminado el documental y se lo he dedicado", pedía Adèle O'Longh al encargado de un local de bicicletas de segunda y séptima mano en la calle de Robadors.
Empezó a grabar cuando un hombre amenazaba con suicidarse
Con el desconcierto en el rostro, Adèle miró la gigantesca construcción del hotel de cinco estrellas que se levanta en ese mismo solar donde los buldózeres se llevaron las viviendas, y entonces, recordó los días y las noches que pasó grabando con una cámara desde su ventana la mar de historias que ocurrían en la plaza de Salvador Seguí antes de los desalojos e iniciarse la construcción de la Filmoteca de Cataluña y el mentado hotel.
Comenzó a grabar en el año 2001 al minuto que un hombre amenazaba con suicidarse cuando perdió el amparo contra el desalojo: "¡Que me tiro. Que son 44 años! ¡Justicia es lo que pido!", gritaba mientras los balcones se atiborraban de mirones y llegaban los bomberos y abogados. Era la pesadumbre que reinaba en esos tiempos y Adèle grabó todo en las entrañas de aquellos callejones: prostitutas nigerianas que esperan impávidas al cliente y los chulos que se acercan déspotamente a cobrarles. Los niños que se crían en ese mundillo jugando con los carros de carga coqueteando puerilmente con las prostitutas nativas. Los senegaleses que parlotean afuera de la peluquería en el idioma que también es el suyo: el francés y, de pronto, la primera finca que se derrumba, la segunda, la tercera y la pregunta que se extendía como una peste: ¿a dónde nos vamos? Hubo incertidumbre y miedo en las voces de vecinos que hablaban quedo porque les vencía la depresión.
Cuando han echado a todos, se avistan en la grabación las imponentes excavadoras arrastrando los colchones que sus habitantes dejaron, porque ya ni eso valía la pena llevarse consigo y las paredes diseccionadas que revelan restos de cocinas y baños que se desbaratan muro tras muro. El solar quedó desértico, entonces llegaron los nuevos inquilinos: jóvenes marroquíes y argelinos que se juntaban ahí para esnifar cola, escuchar música y evadirse de sus tropiezos, ropavejeros que deambulaban y asaban castañas en improvisadas parrillas, gatos que perseguían comida en contenedores de basura y la Guardia Civil que perseguía a los sin papeles y confiscaba la mercancía que vendían los árabes en el mercadillo espontáneo.
Comenzó el año 2003 y Adèle seguía plantando su cámara en la misma ventana. Al removerse la última piedra sintió el vacío y se marchó también, porque no aguantó las historias de desamparo, ni la transformación del barrio que le recuerdan a la capital de su país: "Harán de Barcelona una ciudad museo como París. Una ciudad muerta".
Después se supo que muchos mayores murieron al poco tiempo porque no sobrevivieron al despojo, pero eso ya no lo presenció la escritora y realizadora Adèle O'Longh; tampoco las excavaciones que se hicieron en el sitio para rescatar la historia de pobladores pretéritos: los romanos. ¿Y de los moradores contemporáneos? Nada, tan sólo el olvido; por esa razón escribió la novela De Beauchastel a Barcelona, editada en catalán por La Magrana, que contiene el documental Desde mi ventana.
Ojalá pudiera encontrar al menos a su antiguo vecino, pensó, para dárselos en la mano como un homenaje a las familias que ahí vivieron. Alguien le puede decir: ¿dónde está Antonio?
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