El marqués viudo
Días pasados se estremeció con un leve temblor la quieta superficie de la más encumbrada alta sociedad. La infanta Elena se separa -o suspende temporalmente la convivencia, que nada hay contra embarullar los términos más simples- de Jaime Marichalar. Un percance privado que tiene el relieve que le otorgan sus protagonistas. Se ha dicho, al principio, que el marido podrá seguir usando el título nobiliario de duque de Lugo, mientras no se produzca otra decisión coercitiva. No hay tal, porque el único duque de Lugo que existe es su mujer, la infanta doña Elena. El título de duquesa no existe en el protocolo, aunque se emplee socialmente para referirse a la esposa del duque. En el caso de don Jaime, ha sido, durante estos años, un simple duque consorte. La referencia geográfica, como mucha gente sabe, se debe a que la apelación a las provincias es privilegio de la Casa del Rey. En todo caso la designación nobiliaria es puramente honorífica, lo que descarta consecuencias sobre terceros -presuntos súbditos- e ignoremos -yo, al menos- el régimen en que se contraen estos matrimonios al día de hoy.
Los españoles desconocen el propio idioma por una simple razón: pocos se preocupan de enseñarlo
En el reducido mundo de la aristocracia se practica una espontánea jerga identificatoria. Resulta sorprendentemente cursi aludir al caballero mencionado como Jaime Lugo. Entre ellos pueden producirse curiosos trastrueques, aceptados y sin conexión con la identidad civil. En tiempos fui compañero de barra de un hombre sumamente simpático y agradable: José Larios Fernández de Villavicencio, marqués de Larios y de Marzales, conocido por Pepe Lerma, a causa de su matrimonio con la duquesa de Lerma, lo que no ocasionaba perjuicio alguno a nadie. Otra de las suplantaciones en el trato social fue la de José María de Areilza, marqués de Santa Rosa del Río, que prefirió utilizar el de conde de Motrico, de su mujer, aunque fuera de inferior rango e incluso casi 50 años más moderno. Fórmula bastante común.
Donde se echa en falta el manejo de estas precisiones es, precisamente en la casa del herrero, que es el periodismo. Cuanto más avanzamos por el camino de la vida mayor es la inclinación a buscar precedentes y recurrir -quizá por pereza- al mejor o peor nutrido almacén de la experiencia y los recuerdos. Es posible que lo que llamamos cultura personal consista en la capacidad de relacionar unos sucesos con otros, saltándose, a veces, el tiempo a la torera. O que sean simples anticipos de esa muerte anunciada que es el Alzheimer o la imbecilidad del viejo.
Los sucesos que nos brinda la actualidad hacen sonar lejanos ecos, ondas amortiguadas como los más alejados círculos que produce la piedra arrojada en tersas aguas lacustres. Lo que sobresale es la sensación de certeza en una de las felices pintadas que emborronaron los muros de La Sorbona, en aquél mayo del 68, tan sobrevalorado hasta hace poco: "La cultura es como la mermelada: cuanto menos hay más preciso es extenderla". Sin duda se ha incrementado el número de conocimientos que ha de manejar el ser humano, como ha crecido en complicación nuestro entorno.
Con todo, quien pienso que ha salido peor parada es la lengua, tan difícil de unificar y desgajar del latín universal de sus orígenes. Hoy la gran mayoría de los españoles desconoce el propio idioma por una simple razón: pocos se preocupan de enseñarlo. La prosodia, la sintaxis, la ortografía, la filología, la pizca de retórica, han desaparecido abrumadas por la rebelión de los pequeños conceptos. Gente que escribe ha elegido, sin causa aparente, el vocablo "empatía", por el viejo, correcto y definitorio de "simpatía". El primero parece más moderno, más fino, más progre. El segundo quiere decir la inclinación afectiva, espontánea y recíproca hacia distinta persona. Y el otro vale para la identificación mental y afectiva del sujeto con el estado de ánimo de otro.
Un caso curioso de modestia lo tenemos en el callejero de Madrid con la plaza del marqués viudo de Pontejos, dignidad ostentada por un caballero coruñés, don Joaquín Vizcaíno, que casó con la propietaria de dicho título, doña Mariana de Pontejos y Sandoval. Como tantos prohombres que hicieron nuestra capital solo un puñado de eruditos conocen su historia, que es sobresaliente. Tras pasar por un breve exilio, que parecía obligado a todo el mundo, en aquellos años iniciales del siglo XIX, llegó a ser alcalde de Madrid, mandó fabricar un plano coherente de la capital, rotulando sus calles, concluyó el paseo de la Castellana, plantó muchos árboles, empresas en que gastó gran parte de su peculio, algo totalmente incomprensible en nuestros días, y fundó el Monte de Piedad y la Caja de Ahorros de Madrid. ¿Hay quién da más? La esposa murió muy joven y quizás en honor a su memoria, don Joaquín ejerció de marqués viudo hasta el fin de sus días. Un pequeño espacio, detrás de la Puerta del Sol, recuerda su paso.
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