El Rey, González y Fraga
En una tarde sofocante de septiembre pasado el rey Juan Carlos inauguraba un edificio tecnológico de la Universidad de Girona, producto de un concurso que ganamos Bárbara Noguerol, Estanis Puig y yo. La insistencia del conseller Nadal me llevó, sorteando el tropel de gente, a presencia del monarca. Pensé que no se acordaría de mí, pero sí que me reconoció. Comentó brevemente los tiempos en que nos dedicamos a la promoción del Real Patronato de Santiago, llegando a llamar él personalmente a Felipe González o a Manuel Fraga para mover el asunto. Por entonces la gobernación de la ciudad alcanzó a contar con una coalición institucional entre Administración central, autonómica y local.
Entendió y admitió el proyecto para modernizar Santiago de Compostela
Mientras el acto discurría, a distancia de allí, en la plaza del Ayuntamiento, unos jóvenes quemaban fotos del Rey. Cuando se quema públicamente una imagen no se trata de hacer daño a la persona, sino de atacar el símbolo de la institución. El hecho, ciertamente repudiable, no merece ser objeto de amplificación judicial o política, porque luego el ejemplo prende como una mecha.
El Rey es una persona enormemente afable y los compostelanos, como los palmesanos, los barceloneses o los marinenses, tenemos buena prueba de ello. Conociendo su cercanía y el afán que dedica a las cuestiones institucionales, no me extraña su arranque ante el gárrulo Hugo Chávez. Es la reacción de un ser humano que no puede soportar una falta patente a las reglas de la diplomacia, y además hace más real la realeza. Por cierto que Zapatero le ha dado una lección a Aznar sobre la pertinencia de las críticas cuando se está en suelo extranjero.
Felipe González ha sido quizá el presidente más cuidadoso con la monarquía, y es conocida su buena sintonía con don Juan Carlos. En los noventa despaché con él con cierta frecuencia en la Moncloa y tengo que reconocer que, a pesar de ser fumador de puros, salía mareado después de uno de aquellos Cohiba matutinos.
Sus colaboraciones actuales en EL PAÍS están llenas de información y frescura. No es un político cortoplacista, coyuntural o populista, sino un estadista de largo alcance que explica lo que acontece siempre contextualizándolo. Cuando, ya ex presidente, recibió la medalla de oro y el título de hijo adoptivo de Santiago de Compostela, habló durante más de una hora del concierto mundial ante un público sorprendido y encantado. Así como el recordado Adolfo Suárez impulsó la praxis democrática por la que todos habíamos peleado, Felipe González fue el responsable indiscutible de la modernización y europeización de España. Su entente con Helmut Kohl fue muy positiva. En su visita conjunta a Compostela pudimos comprobar cómo es posible hacer Política con mayúscula entre líderes de distinto signo. Hace algunos días, en televisión, a una pregunta capciosa sobre Pasqual Maragall, que ya había hecho público su incipiente mal de Alzheimer, contestó que con él es probable que el texto estatutario emanado del Parlamento catalán no se hubiera planteado en términos tan descomedidos y se habría evitado llegar a la catarsis, con lo cual quizá se hubiera soslayado el maltrato a un político de la personalidad de Maragall.
De Manuel Fraga siempre valoré su respeto hacia la institución municipal, que pesaba más que la voz de la oposición de su partido. Entendió y admitió que el proyecto de modernización de Compostela estaba basado en el plan general. El objetivo culminante era la torre de telecomunicaciones que se levantaría en el Pedroso, a la que Fraga había dicho que sí. Pérez Varela y alguno más lo convencieron de que, toda vez que la ciudad tenía su proyecto, era necesario hacer otra, y así creo que se cambió la torre de Foster por la Cidade da Cultura, que tantos disgustos a corto plazo le está trayendo. Vi en televisión su comparecencia ante la comisión de investigación y lo encontré farruco, lanzando dardos contra el Gobierno bipartito, pero aludió a algo con lo que estoy de acuerdo, pese a que su expresión fue deficiente: la ensoñación. La política no es sólo pragmatismo; es también el afán por hacer posible lo que en principio parece imposible. Claro que esto se consigue con presupuestos y programas funcionales.
Una política trabada entre instituciones, partidos y personas es fundamental para la convivencia democrática y para no aburrir a la ciudadanía. Hoy se la echa de menos.
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