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Reportaje:ESCAPADAS

Nidos de águilas para eremitas

Viaje griego desde las alturas de los monasterios hasta la arena de las playas

Antonio Elorza

El verano griego acabó en tragedia con los grandes incendios, especialmente para el Peloponeso y para la isla de Eubea. Pero su dureza se había manifestado ya con anterioridad en la segunda quincena de julio, con temperaturas que un día tras otro superaban los 40 grados. No obstante, la travesía realizada en busca de objetivos culturales griegos, a lo largo de una semana, prueba también que sobrevivir resulta posible, y si se cuenta con un automóvil y unos hoteles provistos de aire acondicionado, incluso obtener una parte del goce que habría podido ser alcanzado en circunstancias normales. Por lo menos, al alquilar el vehículo en el aeropuerto de Atenas, es evitado un primer infierno: el tráfico de la capital.

Por la mañana, la visita al monasterio de Osios Lucas, con el calor mitigado por el pinar que lo rodea, puede hacerse en condiciones casi normales. El bueno del monje Lucas, con su analfabetismo a cuestas, pero dotado de un don de profeta, augur de la expansión bizantina en el siglo X, se convirtió en protagonista de un monasterio donde el tratamiento de los temas clásicos del arte sagrado bizantino alcanza un grado próximo a la perfección en mosaicos y textos. Faltan las pinturas del cretense Damaskinos, anunciadas en las guías, pero robadas hace más de un cuarto de siglo. Pero el conjunto es el más impresionante de Grecia por lo que toca a las representaciones codificadas de pantocrátor, santos rotulados y escenas evangélicas. Lástima que el calor sofocante haga en cambio imposible el posterior recorrido por Delfos, limitando la visita al más representativo de los sitios clásicos. Queda el consuelo del museo, donde una pareja de kuroi arcaicos, los relieves de la asamblea de los dioses y la columna de las danzantes acompañan al auriga. Un trayecto de varias horas separa el lugar del oráculo de la siguiente etapa obligada, ya en el centro del país: las Meteoras.

1 La búsqueda del cielo

El ansia de aproximarse físicamente al cielo fue uno de los rasgos del cristianismo oriental. Los santos estilitas son los precursores de una larga relación de anacoretas que buscan en nidos de águila una posición intermedia entre la existencia terrena y el mundo celestial. Nada mejor entonces que una sucesión de roquedales que se alzan de modo inesperado sobre la llanura de Tesalia, con cientos de metros de altura, para instalarse en los más afilados con el propósito de acortar la distancia entre el hombre y la divinidad. Desde este punto de vista, el monaquismo de Meteora sólo encuentra comparación en el monasterio de Sumela, cerca de Trebisonda.

Las Meteoras son impresionantes, antes que bellas, y su simple visión sugiere la cortadura respecto del mundo de los vivos que hasta hace casi un siglo se materializaba al limitar el acceso a cada monasterio con una red para personas y bienes que resultaba indispensable elevar mediante un torno. Hoy, el acceso a la media docena de monasterios sobrevivientes, de los 24 del pasado, se hace mediante empinadas escaleras, con las redes y algún transbordador limitados al acarreo de mercancías. El abastecimiento y el agua eran los principales problemas, haciendo la vida de los monjes muy difícil. Hoy debe seguir siéndolo, porque mientras los turistas se agolpan en las subidas y llenan los hoteles de los pequeños pueblos adyacentes, los habitantes de los monasterios escasean. En el de la Santa Trinidad hay tres. En el más relevante desde el punto de vista artístico, el de San Nicolás Anapafsa, del descanso, con las pinturas del cretense Teófanes Strelitzas, entre ellas una maravillosamente ingenua representación de Adán dando nombre a los animales, sólo queda un monje. Cabe pensar que esa ocupación tiene además que ver con la defensa del rico patrimonio artístico de los depredadores: en los años ochenta, los ladrones se llevaron entero el iconostasio del monasterio de la Trinidad.

¿Qué hacer después de la sucesión de ascensiones, por partida doble en algún caso, al olvidar la prohibición de las bermudas para los hombres? Ante todo, esperar que en el futuro sean regularizados tanto los horarios de visita como el funcionamiento de los grupos, que más de una vez, tanto en Varlaam como en la Gran Meteora, convierten al visitante individual en un maldito. Y más allá, ¿adónde seguir? La noticia de que en el juego pendular entre la era clásica y Bizancio había un interesante museo en Macedonia occidental, en Eani, nos llevó a un desvío cuyo interés podrá valorarse cuando sea completada la explotación del yacimiento, en uno de los pequeños reinos anexionados por el padre de Alejandro Magno. Tanto la región como su ciudad principal, Kozani, carecían de otro interés que evocar de nuevo el recuerdo de la guerrilla contra los nazis en los años cuarenta, que acompaña al viajero desde Delfos, entre riscos, valles angostos y monumentos a las víctimas de las represalias. Más vale tomar rumbo hacia la capital fúnebre de esta Macedonia que tan poco tiene que ver en la cultura y en la historia con la Macedonia ex yugoslava.

2 Bajo tierra en Vergina

Con 46 grados de temperatura ambiente, supuso un regalo de los dioses la visita al museo subterráneo de Vergina, que alberga la tumba de Filipo de Macedonia. El yacimiento arqueológico se encuentra en medio de un paisaje desolado, con pequeños lugares habitados por inmigrantes venidos de Asia Menor, cuando el intercambio de poblaciones con Turquía en los años veinte. La existencia de una gran necrópolis, algunas de cuyas tumbas podrían ser fechadas en tiempos del auge macedonio, llevó al arqueólogo Manuel Andronikos a suponer que entre ellas podía encontrarse el enterramiento del padre de Alejandro Magno. La hipótesis se vio confirmada hace treinta años con uno de los mayores hallazgos arqueológicos del pasado siglo. No sólo estaba allí el magnífico sepulcro real, con los restos de Filipo y el ajuar de la tumba no violada, sino que a su lado, otra tumba podía verosímilmente albergar los del hijo adolescente de Alejandro Magno, asimismo intacta.

El actual museo, situado en el lugar mismo de su descubrimiento, bajo un túmulo, ofrece una sucesión de espléndidas piezas, enmarcadas en el ámbito de la cultura griega, con una exuberancia en los trabajos en oro que apunta a la concepción del monarca divino, propia del helenismo. El osario áureo con los restos del monarca lleva el emblema solar que hoy enfrenta a Grecia con la que fuera Macedonia yugoslava, usurpadora en su bandera de ese signo. En el plano de la belleza sobresalen dos magníficas realizaciones pictóricas, el friso de la caza del león que preside la fachada de la tumba de Filipo y la pintura mural con el rapto de Perséfone por Plutón, fresco conservado en otra gran tumba anónima, y por desgracia observable sólo en su reproducción dentro del museo. Las autoridades arqueológicas han preferido respetar la estructura de la tumba a hacer visible la escena mitológica, y otro tanto sucede con el sepulcro del posible hijo asesinado de Alejandro Magno, con el inconveniente aquí de que las reproducciones expuestas son pobres.

3 De Bizancio al mar

A menos de cien kilómetros de Vergina se alcanza la ciudad de Salónica, la segunda de la Grecia actual en importancia y también la segunda del Imperio Bizantino en su último siglo de existencia. Hoy, como antes, es también la capital de la región de Macedonia. Los avatares de su historia han hecho de Salónica una ciudad sembrada de recuerdos, pero también con buena parte de su memoria borrada. Dan fe de ello los muros de las iglesias bizantinas, con frescos y mosaicos en su mayoría del siglo XIV que subsisten casi siempre de manera fragmentaria, tras ser encalados a partir del siglo XV, una vez conquistada la ciudad por los otomanos en 1431. El perímetro de las murallas y el emplazamiento de las iglesias muestran la importancia de la ciudad en la Baja Edad Media. Su recuperación por Grecia en 1912 hizo posible la vuelta a la vida del pasado bizantino, mientras se eclipsaba el turco, del cual quedan algún hammam, una mezquita cerrada y un testimonio singular con el museo-casa de nacimiento de Kemal Atatürk. Salónica fue también hasta 1940 una población sefardí, borrada casi totalmente por el exterminio nazi. Por fin, entre incendios y terremotos, como el de 1978, la frágil estructura de la vieja ciudad ha dejado sólo vestigios, en la parte alta, o salpicados, entre construcciones modernas. En suma, puede decirse que en su parte central, en torno a la torre Blanca y al puerto, Salónica es una ciudad simpática, de fácil orientación y de atasco circulatorio permanente en los ejes principales.

Las vicisitudes históricas han hecho que no siempre los monumentos de mayor importancia sean los más sugestivos. La iglesia de Santa Sofía, del siglo VII, ofrece un interior oscuro en cuyo centro resplandece el hermoso mosaico de la Ascensión en la cúpula. En cuanto al templo principal, San Demetrio, la calidad de los mosaicos supervivientes no evita la impresión de que todavía no se ha repuesto de la destrucción causada por el incendio de 1917. El polo de atracción lo constituyen entonces las pequeñas iglesias, tales como la de los Apóstoles, con mosaicos y frescos admirablemente conservados, en especial una Transfiguración y una danza de Salomé, amén de las bóvedas.

El recorrido histórico es muy amplio y arranca de la Rotonda, construida al finalizar el siglo III por el emperador Galerio, junto a su arco de triunfo, y sigue con la admirable iglesia de la Virgen Ajiropiitos (por un icono "hecho sin las manos"), del siglo V, que recuerda al profano el trazado de las basílicas de San Apolinar en Ravenna. Y como el termómetro seguía ardiendo, las pequeñas iglesias servían de refugio, y alguna vez, de ocasión para contemplar los rituales de la Iglesia ortodoxa. En una de ellas, la de la Virgen de los Caldereros, junto a la avenida principal, Egnatia, el cura no dejó de recomendar a su reducido auditorio, cuatro ancianas y dos turistas, que emulasen la entereza al ser decapitada de la virgen y mártir santa Parasceva, soportando los 45 grados de temperatura ambiente.

Claro que hubiese sido mejor que el buen pope propusiera a sus fieles seguir el ejemplo de tantos tesalonicenses que huían de la ciudad en busca de las playas de la península Calcídica, primera punta de ese curioso tridente cuya última es el famoso monte Athos, la república monástica cerrada a las hembras de todo tipo y de difícil ingreso (30 hombres no imberbes ortodoxos y 10 no ortodoxos al día). A poco más de sesenta kilómetros de Salónica por autovía, las playas de la Calcídica recuerdan las del sur de Menorca, puestas una detrás de otra a lo largo de kilómetros, con un mar límpido, por ahora sin medusas, urbanizaciones casi siempre integradas en la vegetación y buenas tabernas para degustar la cocina griega. Un buen sitio para olvidar los conflictos por Macedonia, el sol de plomo en las calles de Salónica, e incluso la ejemplar ordenación de su Museo Bizantino.

Antonio Elorza es historiador y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid

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