Melancolías venecianas
Aprietan las melancolías que uno va acumulando con los años. Para que no ahoguen, siempre queda una solución a mano: acercarse a la melancolía máxima, que milagrosamente multiplica por cero y reduce a la nada todas las melancolías anteriores. Me refiero naturalmente a Venecia. Hay ahora en La Pedrera una interesante exposición dirigida por el catedrático de arte Xavier Barral. Se titula Pasión y negocio. El arte en la Venecia de los siglos XVII y XVIII. Buen título para una ciudad única, comercialmente imbatible, sostenida por una severa plutocracia local que en apenas 300 años se lo funde absolutamente todo en arte (por fortuna), carnavales, borracheras, juegos y asesinatos hasta que en 1797 se convierte en plaza napoleónica y ya no levanta cabeza, convertida hoy en territorio de eventos singulares y turismo masivo. Félix de Azúa dedicó un delicioso opúsculo, publicado por Salvat, a esa inmoderada pulsión por lo suntuario, la riqueza de los materiales y la liviandad de las moralidades. Un inmenso ataque de risa colectivo que resonó por todo el Mediterráneo acabó con aquella refinadísima civilización en unos pocos años, caso único en la historia de una liberalidad tan desprejuiciada y excesiva como insensata. Venecia necesitaba reflejarse en su propia vanidad, representarse en su poderío financiero, convertirse en alegoría de ese poder político y financiero, editar ricos grabados en las mejores imprentas y finalmente encargar vedute a los pintores para que hicieran del lujo crónica de actualidad.
Este es el recorrido, oneroso y apasionante, que propone la exposición. Y así Il Veronese (siglo XVI) representa a Venecia como una odalisca bajo palio vestida con costosas sedas y a sus pies un San Marcos domesticado que destierra al pagano Neptuno. La ópera abre allí su primer teatro público (primera mitad del XVII) y toda la ciudad se convierte en una suntuosa escenografía de teatro. Ahí está, sorprendente, una tauromaquia de grandes dimensiones en Campo San Paolo, de 1648, debida a Joseph Heinz, o una sorprendente carrera de jinetes miniaturista en Prato della Valle de Giorgio Fossati (1705- 1785), o una panorámica casi surrealista de la Laguna helada (1789), de Giovanni Maria de Pian, con la isla di San Secondo emergiendo espectralmente. Y llega Giandomenico Tiepolo (1727- 1804) para seguir documentando la vida de la urbe, retratando tanto el gran consejo político como el charlatán en una plaza fingida, capriccio de artista, tanto la mascarada popular como el señorío del Bucintoro, la nave de representación del Dux. Por no hablar del Carnaval, documentado por el mismo Tiepolo o por Alessandro Longhi en Il Ridotto (1760), una especie de zurracapote de las cuadrillas venecianas en fiestas sobre el que Félix ha teorizado magistralmente. Y así llegamos a Francesco Guardi y el Canaletto (XVIII), que retratan la ciudad densa, de una demografía casi asiática (contaba entonces con más de 300.000 empadronados, hoy no llegan a 70.000).
Hay además un capítulo dedicado a las artes gráficas. Entre otras curiosidades, como una colorida estampa del juego de la oca o una singular virgen de Monserrate entre pináculos, del impresor Remondini, se muestran unas curiosas series de escaleras en las que sitúa la plenitud de la vida cuando se han cumplido los 50 años y todavía no se han alcanzado los 60, momento en que los peldaños empiezan a descender irremisiblemente hacia la tumba. Una exposición, en fin, que te quita de todas las melancolías y te llena de buen humor. Sería estupendo que este venecianismo que irradia desde Barcelona se viera culminado por una generosa contribución catalana a la reconstrucción del palacio Fortuny que nos devolviera el amor propio extraviado. Allí donde no llegaron los plutócartas venecianos bien puede llegar Josep Bargalló. Menudos somos.
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