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Columna
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Innovación USA

Para celebrar el décimo aniversario de la apertura del Museo Guggenheim bilbaíno, se ha presentado la exposición Art in the USA: 300 años de innovación, organizada por la Solomon R. Guggenheim Foundation y Terra Foundation for American Art. Puntualicemos antes de nada que esos 300 años de innovación lo son de cara al consumo interno de Estados Unidos, no en lo concerniente al arte universal. Hay que esperar al siglo XX para que aparezcan las innovaciones propiamente dichas.

La exposición arranca con obras fechadas hacia mediados del siglo XVIII. A partir de la Declaración de Independencia, en 1776, la mayoría de los testimonios pictóricos se centran en retratar a sus líderes civiles y figuras públicas, con el añadido de narrar hechos relacionados con aquélla y la fundación de las colonias. Siendo ilustrativos como documentos iconográficos de la historia norteamericana, en términos de valoración pictórica no innovan nada. Sólo a partir de finales del XIX el arte en ese país empieza a adquirir cierto rango, gracias a cuatro artistas como Whistler, Sargent, Eakins y Mary Cassatt; formados en Europa, en sus obras se ve claramente la influencia de la pintura francesa, por lo que tampoco puede hablarse de innovación alguna.

Con la llegada del siglo XX aparece un arte con acento estadounidense

Con la llegada del siglo XX hace aparición un arte con acento estadounidense. Lo ejecuta un artista llamado Edward Hopper (1882-1967), a quien su paso por París le sirvió para poder convertirse en el pintor americano por antonomasia de su tiempo. De las dos pequeñas muestras con su firma, una de ellas, Amanecer en Pensilvania, prefigura al pintor de las calles desiertas, los soles de cemento, hoteles de tercera, gasolineras, cafeterías de noche, con la aparición de la tristura de hombres y mujeres sin esperanza. Hopper ha inspirado a directores de cine, por la atmósfera esencialmente americana de sus creaciones.

Al tiempo que Hopper se aplicaba en la moral de la forma, surgió la compulsiva pintura de acción de los artistas estadounidenses, bajo la denominación capitular de expresionismo abstracto. Ellos representan a los primeros innovadores de la plástica estadounidense en la escena universal. Sus nombres son Pollock, Arshile Gorky, De Kooning, Motherwell, Kline, Gottlieb, Still y otros artistas de signaturas diversas, tales como Rothko, Reinhardt o Newman. Está presente en su globalidad la afirmación individual, la vitalidad o fuerza primaria como motor creativo, la no existencia del pasado para situar al arte en el mundo de los acontecimientos, y otros sugestivos impulsos.

Con posterioridad al expresionismo abstracto, y como resultado de una reacción contra él, nació el pop art, nucleado en primera instancia por Rauschenberg y Jasper Johns. Arte genuinamente americano -el más americano y plural jamás gestado hasta entonces, a la vez que una insinuativa y veraz innovación mundial-, al que se suman artistas que van de Andy Warhol y Lichtenstein a Rosenquist y Wesselmann, pasando por Mel Ramos y Jim Dine, sin olvidarnos del peculiar escultor Claes Oldenburg. Su filosofía consiste, entre otras valoraciones, en rechazar cualquier diferenciación entre el buen gusto y el malo.

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Y ya como totum revolutum, la exposición se da por concluida con la exhibición de piezas de nomenclatura varia: minimalismo, nuevo realismo, vídeos, instalaciones, post-pop, post-minimal y un sinfín más. Lo componen artistas como Twombly, Louise Bourgeois, Basquiat, Haring, Salle, Fischl, Walker, Judd, Morris, Carl Andre, Ryman, Baldessari, Flavin, Viola, Julian Schnabel y Jeff Koons. Una ventolera de modas donde se entreveran los certeros logros con las inocuas banalidades.

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