Un año
Hoy hace un año, poco más de la mitad de los catalanes con derecho a voto acudían a los colegios electorales sancionando la continuidad del tripartito en forma de Govern de Progrés, y conduciendo a la elección de un nuevo presidente en la figura de José Montilla. Dicen los manuales que en una legislatura de cuatro años, muy poco de lo que no se encarrila el primer año y se pone en práctica en los dos siguientes acaba pudiéndose concluir en el cuarto año. ¿Dónde estamos? Pues diríamos que lo más significativo de este primer año desde el punto de vista de la acción de gobierno ha sido lo que se heredó del anterior tripartito. A saber: pacto en política de vivienda, ley de servicios sociales, y continuidad en política de regeneración de barrios, y los efectos del pacto educativo en creación de escuelas de educación infantil (0-3 años), aumento del número de docentes y planes educativos de entorno para afrontar de manera conjunta los graves problemas educativos en ciertas zonas del país. Se ha avanzado en el despliegue de los mossos, en los temas de prevención y respuesta a la violencia doméstica, en la lucha contra los accidentes laborales, en el plan de establecimientos penitenciarios o en una nueva concepción de la política de aguas. Pero el balance no es para tirar cohetes.
Lo más significativo de la acción de gobierno ha sido lo que se heredó del anterior tripartito
Decía el presidente Montilla hace unas semanas en el Parlament, con ocasión del debate de orientación de política general, que lo que ha presidido la labor gubernamental en estos meses ha sido "la vocación de naturalidad, el querer que la seriedad, la solidez y el empuje en la defensa y promoción de los intereses de Cataluña y de los catalanes fueran rasgos diferenciadores de nuestras instituciones de autogobierno". Sin duda, el Gobierno, a pesar de su compleja pluralidad, ha silenciado de manera más eficaz sus contradicciones internas, y la adustez laboriosa de la presidencia ha logrado transmitir una sensación general de mayor seriedad. Tenemos un Gobierno con menos tenores y con más sensación de coro. Pero a ese empeño no le ha acompañado la tozudez reiterada de un sinfín de problemas en la vida cotidiana de los catalanes, que no han ayudado en absoluto a marcar el ritmo de trabajo y de esfuerzo callado que se pretendía transmitir después de los vaivenes excesivos de la época maragalliana. Una ciudad llena de generadores eléctricos o el martilleo de los socavones y el desmayo de las catenarias en pleno desorden ferroviario, no ayudan a que podamos apreciar de manera tranquila si vamos bien o más bien no sabemos hacia dónde vamos. Porque precisamente el destino, la mala suerte o simplemente los estertores finales de un sistema de infraestructuras y de decisiones llenas de salir del paso nos han conducido a que el Gobierno esté contra las cuerdas justamente en lo que quería demostrar su capacidad: la solidez de la cotidianidad frente a los grandes aspavientos de la etapa anterior que habían dejado a la gente agotada.
Este año ha sido tan lleno de sinsabores para la coalición gobernante que resulta difícil imaginar que en los años venideros las cosas puedan empeorar. Pero lo cierto es que si lo más evidente ha sido el marasmo de las infraestructuras, hemos de ser conscientes de que muchos servicios públicos esenciales están atravesando momentos de gran tensión, al trabajar al borde de la saturación. Decía el presidente Montilla en el discurso ya citado: "No nos podemos permitir que haya todavía demasiados jóvenes que no completan su formación. Ni tener un porcentaje significativo de población activa ocupada en tareas por debajo de su calificación. Ni que la positiva incorporación de las mujeres al mercado laboral suponga un sobreesfuerzo para ellas y repercuta negativamente en la vida familiar". Todo ello es cotidianamente cierto. Para no hablar de las tensiones que soporta el sistema sanitario, o de las dificultades de adaptación del sistema de servicios sociales a las exigencias que plantea la ayuda a las situaciones de dependencia. Y, por otra parte, tenemos asuntos aún encallados, como los relacionados con el modelo energético y de desarrollo, con la gestión del territorio, con las graves carencias de la educación de adultos.
Por otra parte, hace demasiado tiempo que se viene hablando de descentralización sin que la cosa arranque. Tantos alcaldes en el gobierno no logran hacer realidad aquello por lo que suspiraban en pleno apogeo pujolista. En sanidad, en educación, en trabajo, en servicios sociales, etcétera, todos los proyectos incluyen la receta de la descentralización. Pero se ha cometido el error de vincular la nueva ordenación territorial con el sistema electoral, y ello ha supuesto que las decisiones se aplacen y se pospongan hasta la próxima legislatura. Grave error. Es mejor una renqueante descentralización que asegure una política de mayor proximidad que aborde el día a día de la gente con mayor capacidad de acción, que una óptima división territorial que llegue demasiado tarde.
El Gobierno debería ser consciente de que está atravesando momentos bajos tanto en legitimidad como en funcionalidad, y que debería avanzar en ambos frentes de manera simultánea. Si antes teníamos visión y nos faltaba gestión, ahora corremos el riesgo de quedarnos sin visión y sin gestión. Montilla acabó su discurso en el Parlament afirmando que su "acción de gobierno... pretende encontrar el punto justo entre la timidez y la temeridad. Entre la timidez que impide plantearse oportunamente los problemas y que conduce a la inacción o a la acción retrasada, y la temeridad que comporta actuar con imprevisión y precipitación". No podemos decir que este año se haya caracterizado por la temeridad en la acción gubernamental, pero no sería bueno que el balance en los próximos nos conduzca a enjuiciar sólo su timidez.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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