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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Una extraña aventura de Los Cinco

Marcos Ordóñez

HARÁ, A LO TONTO, un cuarto de siglo que aterrizaba en Barcelona el Cirque Imaginaire, formado por Jean-Baptiste Thiérrée y Victoria Chaplin. En algunos números aparecía el hijo de ambos, el pequeño James, un crío de cinco o seis años born in a trunk, como cantaba Judy Garland. James Thiérrée es, pues, un verdadero hijo del circo, que creció bajo la carpa, acompañó a sus padres en todas sus giras, y a su lado aprendió mil y una disciplinas. En 1998 presentó su primer trabajo, La Symphonie du hanneton, y se llevó cuatro premios Molière de una tacada. En 2003 llegó el extraordinario La veillée des abysses, que tras un gran éxito en el parisiense Théatre de la Ville y una gira europea ha inaugurado por todo lo alto la temporada en el Nacional de Cataluña. Cuando el espectáculo recaló en el Peacock de Londres, Liz Arratoon, la crítica de The Stage escribió: "Si muero y voy al cielo me gustaría que los entretenimientos prometidos corrieran a cargo de monsieur Thiérrée. Estoy convencida de que Dios le ofrecería el puesto". La veillée des abysses (la víspera de los abismos) es, de entrada, un título anagramático a partir de La vie des abeilles: Thiérrée y su tropa, la Compagnie du Hanneton, querían llevar a la escena el extraño libro de Maeterlinck y les salió este viaje al otro lado del espejo. La veillée es circo, es teatro, es cabaret, es danza. Es un caleidoscopio de estilos y géneros, es una lección de virtuosismo al servicio de la poesía. En la obertura, que se desarrolla tras un telón de gasa oscura, cinco náufragos (¡otra aventura de Los Cinco!) son arrojados por un huracán a una suerte de mundo paralelo, un territorio desconocido, infierno o limbo, flotando entre sueño y realidad. Podría ser la isla de Próspero o un desván casi austrohúngaro, sembrado de velas, jaulas, baúles y viejos libros que, de repente, rompen a volar. Crecen allí animales mutantes, criaturas mecánicas concebidas, mano a mano, por El Bosco y Bruno Schulz: un insecto zanquilargo y con dientes de sierra, un ave cuyas alas son paraguas que se abren y se cierran, moluscos bípedos con valvas relucientes como levitas. En lo alto, el anillo de un chapiteau, el esqueleto de una cúpula circense, del que cuelga un trapecio que corta el aire como un péndulo fatal. Los Cinco empiezan a charlar y jugar para aventar la inquietud y entretener la espera. Una bobina gigante de hilo telefónico propicia acrobacias igualmente mutantes: tan pronto es la rueda que les engulle, como una mesa vista en falso plano cenital, la mesa de sus conversaciones, y más tarde una súbita caja de magia que descompone y recompone sus cuerpos, agigantándolos. De repente están fuera, a las puertas del misterioso limbo. Puertas imponentes, enrejadas, como las que daban la bienvenida a Manderley. Una mujer gato con patas de araña baila un pas a deux con el guardián, y trepa y culebrea y se enrosca en los barrotes como Piper Laurie en Su alteza el ladrón. El guardián les pide contraseñas para atravesar ese umbral. La chica morena danza su clave como un conjuro cada vez más enfebrecido pero dibujado en el aire como un manojo de serpentinas invisibles. La chica rubia atraviesa el portón de un solo impulso, como un fantasma. La chica morena y dulcemente arácnida es Raphaëlle Boitel, contorsionista y acróbata aérea. La chica rubia se llama Uma Ysamat. Es soprano y catalana y eterna colaboradora de Carles Santos. Canta Le Roi des Aulnes y se enfrenta con un viejo piano, que intenta tocar sentada en una bamboleante mecedora: homenaje, consciente o no, al mago de Vinaroz. El forzudo que puede enfrentarse a todos los peligros de la isla es el brasileño Thiago Martins, acróbata y bailarín de capoeira, mitad Ariel mitad Calibán: nunca había visto una combinación tan pasmosa de poderío físico y extrema ligereza. El guía de la expedición es el más veterano: Nicklas Ek, hermano del coreógrafo Mats Ek, el fundador del Cullberg Ballet de Suecia. Todos poseen una técnica no diré alucinante, que es un lugar común, sino alucinatoria. No me olvido (ni me olvidaré) de James Thiérrée: le he dejado para el final porque a este caballero hay que echarle de comer aparte. No sólo es el creador y director (puntilloso, milimétrico) del espectáculo. Es un clown superdotado, que tiene gracia en el sentido más espiritual del término. Y una máquina de gags, un verdadero hombre de goma de la cabeza a los pies. El humor y el espanto se intersectan en la formidable escena del sofá, ocupado por los cuatro y en el que Thiérrée intenta encontrar un hueco por medio de las más inverosímiles cabriolas. Poco más tarde, el terciopelo rojo será una bestia tan devoradora como la boca de Mae West diseñada por Dalí, y les escupirá de vuelta al limbo. En la segunda parte proliferan los números individuales de Thiérrée, y decir "individual" es un contrasentido, porque también muta y se reencarna en innúmeros payasos anteriores. Su solo con la silla resbaladiza es puro Grock, y Jerry Lewis cuando pelea con un enemigo que parece haberse posesionado de sus brazos y piernas, y es inevitable pensar en la gloriosa escena de las partituras en Candilejas entre su abuelo Chaplin y su abuelo honorario Keaton. Los vaivenes de trapecio son más abismales que en cualquier otro circo, y la melancolía está siempre contrapesada por el coraje, por el ritmo imparable. En la escena final, eco y desanudamiento de la obertura, Los Cinco parecen alzarse de esa tierra incógnita, sujetos a las sábanas espectrales que se convierten en la orgullosa vela del navío que les devolverá al mar abierto, a la vida. La veillée es un trabajo brillantísimo, pero, única pega, un poco excesivo pese a su corta duración: los números son tan deslumbrantes que generan una cierta sensación de embriaguez, de aturdida felicidad, incluso de fatiga, como ver demasiados cuadros buenos en una galería. El Nacional, puesto en pie, rugió un bravo unánime. Que vuelvan pronto con su nuevo espectáculo, Au revoir parapluie, por favor.

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