_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Automotín

Nuestros vecinos franceses, entre los que naturalmente se incluyen los habitantes de Iparralde, han tenido estos días la oportunidad de ver cómo en sus informativos públicos se criticaba a miembros de su Gobierno por infringir las normas de tráfico. Han comprobado que el mismísimo presidente y sus ministros cuando viajan por carretera en sus coches oficiales suelen hacer caso omiso, por ejemplo, de los límites de velocidad. Se preguntan nuestros vecinos, y con razón, por qué sus dirigentes no van a estar sujetos a las mismas reglas que el resto de los ciudadanos; por qué hay que consentirles privilegios y exenciones normativas e instaurar una especie de legalidad a la carta (más alta). Una suele desear o imaginar la construcción europea esencialmente como un contagio: cada país transmitiéndoles a los demás lo mejor de sí mismo y mestizándose de igual modo. Los deseos y la imaginación pueden ser factibles y sin embargo equivocarse. Es el caso. La frontera, sin ir más lejos, entre Francia y nosotros que casi se ha borrado en su materialidad y formalismos, sigue vigente en su sustancia, sigue marcando un lado y otro lado en más de asunto democrático.

Nuestros dirigentes nacionalistas hablan mucho de Euskal Herria, difunden por aquí por allá, ufanamente, el mapa con las siete provincias, pero no predican con el ejemplo. Nada que ver. No son precisamente normas de tráfico las que está dispuesto a infringir el lehendakari y, desde luego, no van a ser los informativos públicos de Euskadi los que pongan en entredicho su decisión; los que la coloquen en el aprieto de la argumentación, el debate o la crítica; los que midan su talla en la pluralidad o la abran a la duda. No, esas cosas no pasan de este lado de la muga. De sobra tenemos comprobado que los informativos públicos de Euskadi son informaciones privadas o privativas, controladas con un mando sin distancia, por quienes nos gobiernan.

Ningún Teleberri va a cuestionar el desafío del lehendakari a las comunes reglas del juego democrático; su plante a la legalidad de la que, sin embargo, derivan y sobre la que se sustentan no sólo sus atribuciones sino su función misma. Ni a preguntar por qué nuestro máximo dirigente va a poder atribuirse el derecho a una lectura libre de las normas, mientras al resto de los ciudadanos se nos reserva el simple acatamiento. O por qué esa prerrogativa de hacer con la capa del ordenamiento jurídico un sayo (de talla única) no se extiende al resto de los vascos y las vascas. Por qué la insumisión es sólo para Ibarretxe y sus colaboradores, y además en nombre de la democracia. Porque, naturalmente, él está encarnando la exquisitez, la pureza democrática cuando convoca un referéndum ilegal o cuando desafía al Estado; y, por las mismas, quienes a ello se oponen, se convierten -nos convertimos- en unos antidemocráticas de primera categoría y con todos los sinónimos.

De todas las pretensiones inaceptables del lehendakari, la de apropiarse del léxico democrático es para mí la más grave. Porque ataca no sólo la práctica del sistema democrático sino su teoría. Si las palabras cubren su sentido común y su contrario, las referencias democráticas se extravían, pierden su condición de faro, freno, garantía, protección civilizada: los argumentos se adentran en un laberinto babélico, autoritario, y los ciudadanos quedan en la más absoluta indefensión. No es nuevo en Euskadi; la estrategia del nacionalismo gobernante y/o radical hace mucho que es subrayadamente léxica. Llevan mucho tiempo borrando pistas lingüísticas, desvirtuando las acepciones cívicas; mucho tiempo en el enredo de los conceptos y de los sentidos: en la confusión de los hunos con los otros, el adoctrinamiento con la voluntad, la parte con el todo, la coacción con la persuasión; la realidad de la violencia con su negación; la ausencia de libertad con su presencia. Confundiendo la esencia de la democracia con sus contrarios: en el caso que nos ocupa, con el auto-desprecio o auto-motín institucional, con el auto-golpismo teórico y práctico.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_