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Columna
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El último intelectual (de izquierdas) 1

La designación intelectual de izquierdas es conceptual e históricamente casi inútil por redundante, razón por la que en el título de esta columna el calificativo figura entre paréntesis, dada la escasez de casos situados en el campo derechista que cabe encuadrar en esa categoría. Entre ellos el más notable en Francia es Raymond Aron, comprometido radicalmente con la verdad pública, o con lo que él consideraba tal y cuyo alineamiento permanente a lo largo de su vida con las causas que combatían las dictaduras nos permitió beneficiarnos a muchos estudiantes españoles que llegamos a París en los primeros años cincuenta. Sin pasaporte ni referencia alguna, gracias a su valimiento y con la sola invocación de nuestro antifranquismo y de sus consecuencias, pudimos salir adelante. Como sucedió conmigo.

Sartre y Camus ocupan en el siglo XX una posición principal que culmina con André Gorz

Sólo por inducción y apoyándonos en la historia podemos entender qué es un intelectual. La función y el término nacieron a finales del siglo XIX con ocasión del caso del oficial Dreyfus, judío acusado de connivencia con el enemigo alemán, degradado, expulsado del Ejército y condenado a cadena perpetua, lo que provocó una profunda división de la sociedad francesa a propósito del patriotismo y del antisemitismo. La extrema derecha acaudillada por Maurras se atrincheró en la exaltación de ambos temas y por tanto en el mantenimiento de la condena; frente a ellos se suscitó una extraordinaria movilización de la minoría cultivada y progresista francesa y de sus figuras más representativas -Emile Zola (J'accuse), Auguste Scheurer-Kestner, Bernard Lazare, Joseph Reinach, Lucien Herr, Marie-Georges Picquart, etcétera, a los que se llamó los dreyfusards- pidiendo la revisión de la sentencia, lo que acabaron consiguiendo. Esta victoria probó que la acción individual no violenta, utilizando medios e instrumentos cultos podía ser eficaz y a sus protagonistas se les llamó intelectuales. A partir de entonces aparecen, casi sin solución de continuidad, una larga serie de agentes / actores que a título personal se inscriben en una crítica de la realidad, hecha con y desde la escritura, hoy también de la imagen, que apunta al desvelamiento de la mentira y al mantenimiento de la verdad pública, a instituir la justicia en valor fundamental, a combatir la opresión y los abusos, a promover la solidaridad con los de abajo, a defender lo común, como soporte básico. En esa ininterrumpida serie, Sartre y Camus ocupan en el siglo XX una posición principal que culmina sin lugar a dudas en André Gorz. Los rasgos del intelectual que estamos intentando cernir y que ellos encarnan paradigmáticamente son: una intransigente integridad pública que no contradicen sus comportamientos privados y un compromiso con lo colectivo que en lo esencial nada puede alterar. Puesto que el texto y la imagen son la materia de su práctica es evidente que la reflexión y los análisis que los alimentan han de utilizar las vías de que disponen: el libro, los documentos gráficos, los productos icónicos y audiovisuales. Pero sin degradar su contenido teórico, sin enmohecer su filo crítico por exigencias de la transmisión mediática, ni por seducciones comunicativas, y sin caer tampoco en un ejercicio de autocomplacencia literaria, de ensimismamiento narcisista. Sino como lo que son, herramientas de un trabajo, armas de un combate, mein gedicht is mein messer (mi poema es mi cuchillo), que decía Paul Celan, de un proyecto necesario.

La desaparición y el inevitable amortiguamiento de la presencia de quienes han funcionado como nuestros maestros: Lefebvre, Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida, Ricoeur, Castoriadis, Furet, Baudrillard, Duvignaud, Lévi-Strauss, Morin, Lefort, Virilio, Touraine, lamentablemente sustituidos por los intelectuales mediáticos, Alain Finkielkraut, Pascal Bruckner, André Glucksmann, Bernard-Henri Lévy, etcétera, que ocupan en permanencia los espacios disponibles de la comunicación en este país. Su servidumbre principal no es su defensa de la guerra de Irak, ni su hermetismo en la defensa de Israel ni siquiera su adicción a los neocons, sino la penosa mediocridad de sus análisis y reflexiones reducidos a la condición de prêt-à-penser. Los interesados en este tema podrán leer con provecho el inteligente texto de Régis Debray I. F. suite et fin, sobre los intelectuales franceses y el turismo teórico mediático al que no son capaces de renunciar y por qué y cómo gente tan valiosa como Jacques Rancière, Alain Badiou, René Passet, Robert Castel y Daniel Bensaid tienen tan escasa circulación.

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