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Columna
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La sangre del refrán

Soy, en general, partidario de los refranes pues encuentro que en muchas ocasiones resumen y definen con inmejorable claridad y acierto situaciones que tardaríamos en explicar. Hay quien los detesta o finge hacerlo, considerándolos patrimonio de gente inculta y toman partido contra Sancho, en la creencia de que era más inteligente y cultivado el trastornado hidalgo, que también los soltaba, pero, a menudo, bajo ropaje latino. La verdad es que gozaban de parejo caletre porque, si no el diálogo y el permanente contraste de pareceres hubiera sido difícil y aburrido.

En tiempos se escuchó la admonición que estipulaba que la letra con sangre entra. Claro que sin despertar la imagen de un niño, un menor o un analfabeto brutalmente torturado, aunque reconocía la eficacia de la penitencia bien administrada como espolique de la pereza. Hace ya tiempo que fueron desterrados los castigos corporales, no sólo sobre el lomo de los desaparecidos siervos y esclavos, sino en las escuelas que con ellos contaban como incitación a la sabiduría. No hace mucho tocaba el tema en esta misma columna, con otro argumento, dejando de lado el suplicio de poner bajo las rodillas del alumno un par de garbanzos duros y mantenerle así durante largo rato. Es posible que entre las niñas proliferasen los "pellizcos de monja", que deberían doler lo suyo.

No se conoce el número de multas, quizá porque no se considere de interés público saberlo, pero debe ser elevado
¿No sería más aconsejable un control de alcoholemia a pocos metros de la discoteca en la carretera?

En la actualidad está rigurosamente excluido, al menos en lo que a los educandos se refiere, porque noticias repetidas nos llegan de los padecimientos, a veces físicos, entre los que vive sometido el estamento profesoral. Pero hoy abandonamos el predio escolar para instalarnos en el terreno del comportamiento del ciudadano al volante de su automóvil. Aquí tiene pleno vigor el mentado refrán, puesto en práctica denodadamente por los agentes de tráfico, tanto de la Guardia Civil como de los guripas municipales o autonómicos. No se conoce, con exactitud, el número de multas, quizá porque no se considere de interés público saberlo, pero debe ser muy elevado. La ciencia se ha puesto al servicio de la represión del mal conductor, al que en plazo no lejano habrá sido metido en cintura, cuando se reconvierta en peatón a la mayoría de los conductores.

Los insidiosos radares, la retirada del carné, la acumulación de puntos negativos, la cuantía de las multas acabarán siendo el recurso final para detener, si no eliminar, la mortandad en las carreteras. Parecen quedar en segundo plano el estado del firme, la incorrecta señalización, el equívoco peralte, los baches que se abren entre el delgado y fraudulento espesor de la capa de asfalto. Y el hecho de que sean en las carreteras secundarias donde se producen los más graves accidentes. De ser así, ¿por qué no hay más guardias en los llamados puntos negros? ¿No sería más aconsejable un control de alcoholemia a pocos metros de la discoteca en la carretera, antes de que el piloto inconsciente o embriagado se estrelle contra el prójimo?

Sigue siendo reiterada la presencia de la pareja motorista en lugares cercanos a una recta, aparentemente segura y apenas transitada, donde la velocidad está limitada, cualquiera que sea la hora del día, el día del año. Puede que haya momentos en que la proximidad de una escuela, un camping, una cantera o lugar de movimiento recomienden extremar las precauciones y aminorar la velocidad, pero, en verdad, son óptimos caladeros de multas. Las dificultades para obtener el carné parecen, por los resultados, un medio de encarecer el permiso sin garantizar los conocimientos necesarios para crear un hábil y prudente conductor.

Lo de los puntos encontrará su verdadero triunfo final el día en que todos, o la inmensa mayoría de los españoles, hayan agotado su cupo, tengan el vehículo inmovilizado y se desplacen en transporte colectivo, tampoco libre de atropello, choque o catástrofe semejante. Tendrán más larga duración las carreteras, sobrarán agentes y se arruinarán las marcas de coches, lo que lanzará al paro a los millares de cerebros que tienen que inventarse los spots publicitarios. Al fin, el trágico problema del tráfico rodado habrá encontrado solución. La letra, el famoso código, habrá entrado con la sangre; digo, por la multa.

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