El infortunio como espectáculo
Dando de nuevo la razón a Oscar Wilde, el dramático caso de Madeleine McCann confirma que la vida imita muchas veces a las telenovelas. El dramatis personae de su intriga constituye un sueño para cualquier guionista. La víctima es una niña inocente y desaparecida que, como en los viejos folletines, tiene una seña de identificación muy particular: una mancha en un ojo. El único testigo de su desaparición es un muñeco de peluche, pues sus hermanos gemelos no se despertaron la noche en que desapareció de su habitación. Y de este modo, Madeleine se ha convertido para la aldea global en una entrañable y familiar Maddie, en una hija virtual de cada uno de nosotros.
Pero en este melodrama con formato de thriller, los padres, jóvenes y bien acomodados, han acabado por robar el protagonismo a su hija. Kate, la enigmática madre, tal vez desesperada, está en las antípodas de las protagonistas de Mujeres desesperadas, que cumplen con el canon de las soap operas, es decir, el de representar gratificadoramente a la vez la protesta y la aceptación de las mujeres acerca de sus estatus tradicionales. Con un vago parecido a la Mia Farrow de La semilla del diablo, atractiva y de mirada triste, Kate aparece hoy bajo sospecha.
En este melodrama con formato de 'thriller', los padres han robado el protagonismo a su hija
En las ficciones tradicionales, la madre mala es siempre la madrastra, pero éste no es el caso que comentamos. Su protagonismo en la intriga eclipsa a un padre más bien borroso, perjudicado por cierto aspecto físico bovino. Pero la enfática presencia de las imágenes de los protagonistas, en papel o sobre pantalla, aporta una personalización y una emotividad muy eficaz a la historia. Consigue a la perfección la meta que los norteamericanos bautizan como human interest, que permite la identificación y proyección del público que asiste desde sus cómodas butacas a la evolución del melodrama.
Los guionistas de este culebrón autentificado por los medios informativos son, ni más ni menos, los doctores McCann, padres de la niña, y la policía portuguesa. Su tira y afloja va construyendo los episodios del melodrama, con su final permanentemente abierto. A diferencia del sonoro caso de la austriaca Natasha Kampush, que se reconstruyó desde su desenlace feliz, aquí asistimos desde la platea a un work in progress en tiempo real.
En el reparto de la intriga caben, además de los padres, muchos otros personajes interesantes, como unos aparentemente respetables amigos ingleses que se van de copas con los padres en la noche de autos; como un párroco que da a Kate la llave de su iglesia para que rece allí en la soledad de la noche; como unos mudos hermanos gemelos (una presencia no infrecuente en las películas de terror); como unos sabuesos de Scotland Yard que olisquean los rastros de sangre y de cadáveres, por no mencionar a los ilustrísimos figurantes que actúan como coro potente de la historia mediática: el papa Benedicto XVI, J. K. Rowling, David Beckham, los abogados de Pinochet y del IRA, el premier escocés Gordon Brown, el generoso multimillonario Richard Branson, que les regala 150.000 euros... Además de ofrecer la historia escenarios tan sugestivos y fotogénicos como el Algarve portugués, Fátima, el Vaticano, Marraquech..., desde el soleado hedonismo meridional hasta la neblina de los Midlands, nada falta en su escenografía.
No resulta fácil superar el atractivo mediático de este juego de rol-playing y de sus escenarios, aunque todos los indicios parecen sugerir que el circo mediático que los esposos McCann montaron en su propio beneficio -económico, periodístico y judicial- se les está volviendo en contra.
Las novelas y películas policiacas se han basado tradicionalmente en el esquema estructural orden-desorden-orden restaurado. De momento, seguimos en la fase del desorden. Y las telenovelas suelen adoptar la norma canónica que hace que cada episodio sea "lo mismo, cada vez distinto". De momento, y hasta que llegue el desenlace sensacionalista, estamos también estancados desde hace unas semanas en este modelo discursivo. Los expertos en comunicación de masas se suelen referir al "contrato de visibilidad" con el público. Y esto se cumple a la perfección en este melodrama criminal, pues su misterio está, como en los buenos espectáculos detectivescos, en el fuera de campo, en lo no visto. En esta telenovela nos faltan, como debe ser en la dramaturgia del género, las imágenes en directo del clímax de la tragedia, de la escena del secuestro o de la muerte de Madeleine. Y si la intriga se ve acrecentada por unas elipsis estratégicas, la fragmentación mediática del relato hace que su espectador tenga el rol propio de un "cazador furtivo", de sagaz lector entre líneas de lo dicho y de lo no dicho.
En el estado actual del espectáculo mediático, la intriga parece ofrecer oficialmente dos hipótesis: la teoría (ya devaluada) de un secuestro sin intención de lucro y la del filicidio (un tema heredado, desde Cronos, de la mitología griega) accidental. Para decirlo más lapidariamente, los investigadores han transitado desde la teoría del secuestro exógamo a la del homicidio endógamo, o filicidio, acaso por un exceso de somníferos administrados a una niña hipercinética. Pero la segunda opción aparece empañada por un tema clásico en las intrigas de las novelas policiales: el de la desaparición del cadáver. Y sin cadáver no existe homicidio. Los perros han olfateado las rocas del Ocean Club y allí parece desvanecerse el rastro de Madeleine. De manera que, desde los días de Sherlock Holmes, los lectores curtidos de novelas policiales sabemos que sin cuerpo del delito, el delito no existe o es indemostrable.
Como puede comprobarse, en la historia por entregas de Madeleine McCann, la niña adorable del ojo manchado, comparecen los llamados grandes "universales antropológicos" de las ficciones. Su éxito mediático y popular está plenamente garantizado.
Román Gubern es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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