Ciudadanos
Hay otras ciudades, pero están en ésta. En Nueva York se cruzan las ciudades del mundo. Y sus pueblos. Y sus gentes. Dicen que cuando uno se acostumbra a vivir en NYC es difícil dejar la ciudad. Estoy en NY recordando el paso de Francisco Ayala por la ciudad abierta. Aquí vivió, enseñó, escribió, fue abuelo y se volvió a enamorar. Hace años dejó la ciudad sin dejarla del todo. En ella sigue parte de su familia. Y aquí le recuerdan alumnos y amigos. Uno de ellos ayer, en el Instituto Cervantes neoyorquino, decía que en NY no había tenido la sensación de exilio porque esta ciudad se hace con todos los exilios y todos los exiliados. Una buena manera de hacer desaparecer el concepto de exilio.
La ciudad celebra su antigüedad. En la catedral de San Patricio abren las puertas para conmemorar sus primeros 200 años. Pasan el cepillo, hacen caja. En la catedral de enfrente, en ese otro templo que es el Centro Rockefeller, conocen bien esa vieja oración. Decía Lloyd Wright que NYC era un gran monumento al poder, al dinero y a la codicia. Es todo eso, pero también es un monumento a la tolerancia. La ciudad admite todas las rarezas, todas las extravagancias y todas las incoherencias. En Radio City, en uno de sus más históricos espacios de la música, una noche actúa Carlos Santana y al día siguiente el Dalai Lama. En un bar del Village, Patti Smith lee unos poemas la misma noche que Sonny Rollins celebra soplando sus cincuenta años de jazz en el Carnegie Hall. La ciudad es generosa en cosas que pasan.
Eduardo Lago, director del Cervantes, premio Nadal y con veinte años en esta ciudad, nos lleva a Coney Island al caer la tarde. Ahora son los rusos los dueños de esta parte melancólica de la ciudad. El parque de atracciones está cerrado, suena una música de un carro de helados, un mundo parece que está diciendo adiós. Van a matarnos un paisaje. No todo es ruso en este final de Brooklyn, allí sigue la famosa Nathan's. El lugar donde mejor saben los hot dogs, con sus grifos de ketchup y mostaza, con su clientela popular de todas las religiones, y de ninguna. Los neones se están empezando a encender, y en una de sus paredes, en un graffiti enorme, se anuncia con orgullo el nuevo ganador del concurso de comida rápida. Sus universales hot dogs. Al fin, un americano, grande y blanco, desbanca al pequeño y delgado comilón japonés. El récord lo tenía el oriental en 50 perritos en 12 minutos. Sesenta y seis hot dogs en 12 minutos se comió el americano del norte. Y promete subir marca. Se salva el honor del hombre blanco.
Nada que ver estos comilones de perritos con aquella Cofradía de los Incoherentes, en la que se encontraba cómodo el escritor español más oculto de la historia, Felipe Alfau. Neoyorquino desde joven, el barcelonés Alfau fue premiado, reconocido y rescatado cuando ya era demasiado tarde. En silencio murió en Nueva York.
Antonio Muñoz Molina, otro español de NY, una vez me recordó la emoción que sintió al ver la tumba de otro español que aquí murió. Y que aquí sigue enterrado. Un hombre de campo, un granadino de la vega, llamado Federico García Rodríguez. Su hijo hizo uno de los libros que mejor canta y se queja de esta ciudad de todos los demonios. El padre de Federico García Lorca, ese otro Federico, nunca pensó que sus huesos, que su memoria, descansarían para siempre en un cementerio de esta ciudad. La misma en donde su hijo, el poeta, una vez fue feliz. Nunca quiso volver al país donde habían asesinado a su hijo. Nos conmueve visitar ahora, en este principio de un otoño amable, en una ciudad tan hermosa entre sus luces y sus sombras, esta tumba. Una sencilla tumba en un cementerio de NY. Metáfora y denuncia de lo peor de nuestra historia. Federico, en uno de sus poemas, hablaba de los millones de animales que cada día se sacrificaban en esta ciudad. Allí, cerca del matadero central de la carne, al final de la calle 14, por aquellos lugares de los "alaridos de las vacas estrujadas / llenan de dolor el valle / donde el Hudson se emborracha con aceite"; por aquellos espacios de carne y sangre transcurre ahora parte de la más divertida movida de la ciudad. Hasta allí me lleva Miguel Saco. Uno de los más importantes diseñadores y restauradores de muebles modernos -del pasado siglo- que tiene la ciudad es un gallego que lleva aquí desde hace treinta años. Miguel Saco es uno de los secretos mejor guardados de los artistas españoles. Pronto dejará de serlo porque con su amigo y vecino el pintor Manolo Valdés -otro ciudadano de NY- está preparando una exposición de muebles diseñados por estos dos ciudadanos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.