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Columna
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El curso

Manuel Rivas

La escuela es todavía un lugar seguro en España. Acabo de asistir a una inauguración de curso y los alumnos escucharon los discursos de los adultos tranquilamente, demasiado confiados, diría yo. No parecía que se sintiesen en peligro. Incluso había en ellos una inquietante alegría otoñal, mientras árboles y periódicos se desprendían de las hojas con un estilo patibulario. Políticos, líderes de opinión y religiosos, una parte relevante de la sociedad adulta, han estado durante meses a la gresca, insultándose, con amenazas de boicot y desobediencia civil. ¿Qué discutían? Cómo educar a niños y jóvenes, cómo transmitirles valores. Ninguno de estos santos varones tuvo la lucidez de proponer un curso intensivo de educación cívica para adultos. Todos dicen apostar por el bien, pero como señala un personaje de Vida y destino, de Grossman: "Yo no creo en el bien, creo en la bondad". Los jóvenes de hoy se dividen entre flemáticos y sufridos. Hay empresas que se forran alcoholizándolos, como se hizo con los apaches. El alcohol es la peor droga que hoy sacude España, pero es un tabú para los políticos, como los toros o la monarquía. La familia ha pasado de ser una fuente de chismorreos a un yacimiento catastrófico. Es uno de los lugares más peligrosos del planeta, la sagrada familia. El primer ejercicio de supervivencia de muchos seres humanos es situarse a una prudente distancia de sus seres más queridos. Lo que reconcilia mucho a las familias es hablar de achaques. Las conversaciones adquieren una sensibilidad científica inaudita. Hemos pasado de la superstición a una especialización popular en la que los médicos inteligentes pactan con los enfermos un diagnóstico interactivo. "Parece que lo suyo es una artrosis uncocervical", dice el médico. "¿Y no será que lo mío es una cervicobraquialgia con radiculopatía C6 C7?", observa el paciente. Es una maravilla escuchar conversaciones telefónicas entre familiares a propósito de temas de salud. Vuelve el cariño. Se desata una entusiasta competencia sobre la gravedad de los daños corporales, como dos flancos del mismo ejército que se disputasen una derrota. Como decía una genial abuela a propósito de un familiar fallecido: "Es verdad que él se murió, pero lo mío es mucho más grave".

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