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Columna
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Eurídice

HACE FALTA tener el corazón partido, como Orfeo, para tratar de restituir a la vida a la amada muerta. Como es legendariamente sabido, Orfeo logra franquear las puertas del Hades mediante el encantamiento de su dolorido canto, aunque, finalmente, una fatalidad le impedirá consumar la proeza de devolver al mundo exterior a Eurídice. No obstante, la trágica hazaña de este inconsolado amante y poeta produjo una tal fascinación durante siglos que todavía hoy es fuente de inspiración renovada. Tal es el caso del escritor italiano Claudio Magris, del que se acaba de publicar en versión castellana la obra titulada Así que usted comprenderá (Anagrama), una especie de monólogo teatral, donde quien habla, cosa verdaderamente inaudita, es la amada muerta, Eurídice, la cual no se dirige a Orfeo, sino al Presidente de la Casa de Reposo donde está recluida, ese mismo dios que no en balde autorizó la insólita expedición del fallido rescate.

Pero ¿es realmente Eurídice quien habla en el monólogo de Eurídice, y, si es así, qué es lo que nos confía? ¿Cuál es el idioma de las sombras y qué mensaje pueden transmitirnos a los mortales, aún con vida, que podamos entender? Según se va desgranando el umbrío discurso de Eurídice, nos enfrentamos con el relato del sinfín de cuitas íntimas que arman lo que fue el corazón compartido por los amantes antes de su separación, un relato ciertamente conmovedor, pero por completo refractario a quien no protagonizó esa experiencia intransferible. En este sentido, lo que susurra la sombra de Eurídice, se dirija a quien se dirija, sólo es escuchado por Orfeo, en cuyo partido corazón las palabras de la amada perdida aún palpitan como recuerdos, que desesperadamente trata de retener. La etimología latina del castellano "recordar" nos remite literalmente a la acción de restituir la memoria de lo que se fijó en o por el corazón. El formidable viaje de Orfeo al mundo subterráneo en pos de Eurídice es, por tanto, el renovado descenso a su propio corazón partido, la ausencia o la partida de cuya otra parte parece que le va a matar.

Así que es Orfeo el que le presta las palabras a Eurídice para que ésta siga viva aun después de muerta, y aunque cada sonido ahogado no sea sino la dolorosa constatación de una ausencia y, casi diría, que la dolorosa celebración de su indeclinación. El monólogo de Eurídice es, así, pues, en efecto, el monólogo de Orfeo, que no habla sino de su partido corazón, aun siendo éste, sin embargo, el órgano que simboliza la vida y que sólo se activa con ella.

Todo lo que entrañablemente dice la Eurídice de Magris alcanza, no obstante, su punto álgido al final del monólogo, cuando ésta le confiesa al Presidente que ha sido ella la responsable de su frustrada vuelta al mundo de la luz, y que, si se negó a regresar, fue precisamente por amor. Hay amantes, sí, que aman hasta la muerte, pero el amor de después de la muerte es el supremo don de la muerte que entrega el amante al amado, aunque le parta el corazón. Ésta es la definitiva confidencia erótica que comparten los amantes mortales, la mejor prueba de su amor, la estelar sombra del amor.

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