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Columna
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Septiembre en mayo

Se despide el verano, remolón y sin prisas, verano loco con días cálidos y luminosos como éste. A la sombra escasa del arco humilde de Monteleón, las efigies fraternas de Daoiz y Velarde presiden el tráfico humano de la plaza del Dos de Mayo, impasible el ademán, disfrazados de romanos por peregrina gracia del escultor Aniceto Marinas, que los inmortalizó montando guardia junto a un cañón de juguete. Cuántas cosas han visto estos heroicos artilleros desde su pedestal, visto y sentido, pues hasta que repusieron las lanzas de la verja que les sirve de parapeto, era frecuente que jóvenes escaladores se les subieran a la chepa y bailasen sobre sus rizadas cabezas para reivindicar la fiesta o para colocar, entre sus hieráticos brazos, tambores de detergente, litronas y otros envases infames. Sobre y alrededor de nuestros dos héroes se han producido numerosas batallas campales desde aquella en la que se ganaron los laureles de la posteridad dando estopa y pólvora a los soldados napoleónicos, epopeya que marcan el callejero y la historia de este barrio insumiso y castizo.

Pero hoy no es día de batalla y bajo el sol de media tarde la belicosa plaza brilla como un oasis de paz que parece algo más que un espejismo. Oasis de paz, que no de sosiego ni de silencio, por la bulliciosa actividad de una legión infantil que copa las zonas acotadas de juego y se desborda por toda la plaza. En su perímetro un esforzado pelotón de triciclistas protagoniza una encarnizada etapa sin principio ni fin, el gusano multicolor y multicultural se mueve a fuerza de patadas en el suelo en la inútil persecución del único triciclo de pedales que conduce con pericia y pasión un niño chino a la cabeza de la clasificación.

Hay más vehículos de ruedas en el entorno, pasa un patinador solitario con casco y rodilleras y desfilan a paso lento y precavido las sillas de ruedas de los ancianos de una residencia cercana impulsadas por parientes y amigos. No se producen colisiones, ni roces; peatones y rodantes se entrecruzan en una coreografía, en la que por una vez vuelven a merecer indulgencia las palomas, huérfanas de simbolismos y estigmatizadas para siempre.

Rebosan las terrazas, bajo los parasoles se despereza una grey variopinta y festiva que hace planes para el fin de semana y el paseante busca acomodo en un rincón neutral de la plaza, en el Café de Mahón, decano con el provocador Pepe Botella de los bares de esta agitada y batida plaza del Dos de Mayo. Junto a la terraza del café abrieron hace poco una nueva librería de viejo, la segunda de la zona, pues hace no mucho abrieron otra en la semiesquina de la calle de San Andrés, dos librerías de ocasión que exhiben a la puerta, en atiborrados cajones de sastre, volúmenes de saldo. Por un euro, dos euros, o dos por tres, los curiosos que bucean en sus profundidades pueden pescar pequeños y deslucidos tesoros, viejas, que no antiguas, ediciones de libros de bolsillo que formaban parte de las bibliotecas familiares y que algunos leímos a escondidas a la luz de una linterna, porque estaban prohibidas para los niños. Eso le sucedió, al menos a este paseante que unos minutos antes de recalar en el café se detuvo también a curiosear en las cajas de vinilos de la pequeña feria del disco de ocasión que se celebra aquí todos los sábados, media docena o poco más de puestos para airear nostalgias, invertir en pasado o coleccionar iconos. La feria se instala en un hueco abierto entre las mesas de los bares terrazas, sobre los leves cimientos de lo que fuera la primera terraza del Dos de Mayo, la del kiosco de Antonia, demolido por orden espesa y municipal de Álvarez del Manzano. En el cajón de los libros, el paseante descubre una retahíla de nombres olvidados, y no todos olvidables, de Vicki Baum y Pearl S. Buck a Frank Slaughter, Van der Meersch, Stefan Zweig o Lajos Zilàhy. Letras emborronadas sobre papeles rugosos y amarillentos de ediciones baratas. Tras largas deliberaciones consigo mismo, mi sosias elige una vieja novela de corsarios del Caribe que leyó de muy joven y se sienta a leerla en la terraza, el chirrido de las cadenas de los columpios le indica que han levado anclas y ya flamea el velamen de los toldos y los parasoles.

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