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Columna
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'Pare' y 'mare'

Por suerte o por desgracia, el léxico difundido por la televisión se ha introducido en el habla corriente y a menudo se ha enquistado en ella de manera definitiva. Digo que se ha introducido sin afirmar demasiado el presente y el futuro porque las cosas están cambiando y la adicción a los programas de televisión se está sustituyendo entre las nuevas generaciones por la, según dicen, apasionante navegación por las pantallas del ordenador, la fertilidad de las consolas y el misterio stevensoniano de Second life.

Los muy jóvenes, pues, ya no cuentan hoy tan significativamente en los índices de audiencia, pero ya han asimilado los buenos y los malos influjos del léxico televisivo. Esto parece más evidente en el catalán que en el castellano porque el catalán llegaba con retraso a una cierta normalidad de expresiones populares y tenía, por tanto, mayor capacidad de absorción. A pesar de errores y derivaciones, hay que aceptar, no obstante, que esa popularización léxica ha sido positiva en términos muy generales y gracias a ella y a la escuela primaria y secundaria los que aún hablan catalán -nativos o inmigrados- tienen mejores instrumentos y recursos más fáciles.

Todavía hoy, la distinción entre las dos palabras llanas ('papa' y 'mama') y las dos agudas ('papà' y 'mamà') marca dos clases sociales, cada una con diferentes usos y costumbres

Pero a veces ha habido errores que me parecen inexplicables o explicables sólo por un desconocimiento de la real distribución social del léxico familiar. Un ejemplo evidente es la casi general imposición en las series, en los culebrones locales, en los doblajes cinematográficos y en las expresiones informativas de las palabras papa y mama para nombrar domésticamente al padre y a la madre. Para un buen camino en la normalización de la lengua parecía más lógico haberse esforzado en divulgar el uso de pare y mare, según la tradición más enraizada en Cataluña -y permanente en las áreas menos contaminadas por el castellano-, siguiendo la reivindicación culta y cosmopolita de los años 30 que había logrado reimponerlo en las familias catalanistas, en las sociedades obreras, en los círculos culturales y en la mejor literatura del novecientos. En cambio, se ha generalizado una forma que, además de su ridícula y dulzona cacofonía, tiene unas referencias sociales demasiado fuertes para ser adoptada en cualquier circunstancia. Papa y mama (con acento llano) se utilizaban exclusivamente entre las familias de limitada economía y consideración social, mayormente inmigradas seguramente con restos todavía vivos de sus lenguas y sus dialectos nativos, pero sobre todo temerosas de usar los mismos sustantivos que manejaban las familias de la alta burguesía o incluso de la clase media. Éstas se dividían en los que usaban pare y mare -los catalanistas intelectuales más cosmopolitas y literarios, seguramente con militancia republicana- y los que usaban papà y mamà (con acento agudo) -los burgueses y semiburgueses más conservadores, menos beligerantes y, a menudo, más cercanos a lo pijo. De manera que todavía hoy -o antes de que la televisión y los doblajes nos hubieran contaminado- la distinción entre las dos palabras llanas y las dos agudas marca dos clases sociales, cada una con diferentes usos y costumbres. La pérdida de atención a estas diferencias provoca hoy situaciones claramente ridículas. Da grima oír en la televisión catalana cómo los príncipes de Francia se dirigen a Luis XVI y a María Antonieta llamándoles papa y mama o cómo en cualquier adaptación de cualquier novela de salón los jovenzuelos que pretenden ser elegantes caen en la vulgaridad de llamar mama a su mamà. Con lo fácil que era -y, asimismo, científico, pedagógico, social, civilizado- utilizar en cualquier caso pare y mare. Y reservar, como se hacía, la denominación de papa al Papa de Roma.

Y cuidado con las contaminaciones. Hay que estar atento a la propagación maléfica de esas vulgaridades en todo el parentesco mediático: pronto habrá que denunciar nomenclaturas tan bastas como iaio, tiet y tieta, que quieren anular la elegancia de avi, oncle y tia o -lo que es peor- disfrazar la capacidad de descripción social y cultural del lenguaje, sobre todo, el más coloquial. ¿O se trata de un esfuerzo para una pretendida unificación social a cambio de despreciar el valor definitorio de la palabra? No creo que haya tales intenciones. Se trata sólo de una falta de información social de los responsables de las normas lingüísticas de la televisión. Porque la única homogeneización eficaz y conceptualmente neutra es la que respeta y prioriza aquellas palabras originales.

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