Una historia para no saber
SI TE EMPEÑAS, hasta en los actos literarios acabas encontrando un ser humano. Yo tengo a mi lado a uno, Luis, maestro jubilado al que vemos de higos a brevas, pero con el que mantenemos fuertes vínculos de amistad. La comida es de un pantagruelismo español; es decir, dura cuatro horas, en las que da tiempo a hablar de lo divino y en algún momento precioso, como éste, de lo humano. Percibo en la mirada del maestro un brillo de melancolía y le pregunto qué tal va la vida. Salen algunas penas que no vienen al caso y, como suele ocurrir, Luis habla del gran apoyo que tiene en su niña. Su niña tiene síndrome de Down. Todos vamos cumpliendo años y la vamos dejando atrás, en esa especie de infancia eterna en la que los sentimientos se expresan sin barreras emocionales. Los niños con síndrome de Down te dicen que te quieren con una rotundidad apabullante, y su capacidad de querer es la mejor parte de su síndrome. Siempre hablamos mucho de ella, porque sé que a él le gusta repetir la frase que la niña le ha dicho esa misma mañana -"papá, eres mi fuerza y mi soporte"- y porque yo siento debilidad por los seres inocentes. Conviví con uno, mi tío Paquito, hermano de mi padre. Era un niño enorme, de treinta y tantos años, que andaba en camiseta y pantalón de pijama por el patio de mi abuela en el barrio malagueño de Ciudad-Jardín. No hablaba, pero la felicidad que le provocaba la llegada de otros niños, sus iguales, le saltaba a la cara y aplacaba su nerviosismo meciéndose en la silla. Paquito no había ido a la escuela. Eran otros tiempos. Pero vivió razonablemente feliz en un entorno familiar. De Paquito, la mente se me va a mi amigo Lorenzo, el científico que trabaja con emociones en un laboratorio de la Universidad de Nueva York. En la estantería de su diminuto apartamento de becado, Lorenzo ha puesto en un lugar destacado la foto de la hermana con síndrome de Down que se le murió con nueve años. También hablamos mucho de ella. Natural. La distancia provoca una necesidad imperiosa de hablar de lo que te falta o de lo que más has querido. Son conversaciones frecuentes entre aquellos que tienen o tuvieron trato con uno de estos seres tan especiales. Mi amigo José Manuel me contó hace poco cómo la llegada de una hermana con el síndrome en su familia modificó la forma de todos ellos de ver la vida. Para completar el recorrido de este caprichoso tren de pensamiento recuerdo que el año pasado llamé a la actriz Silvia Abascal para pedirle que me dejara hacerle una entrevista a su hermana, que aparecía junto a ella en la película Vida y color. La niña actuaba tan de corazón que echaba por tierra todos los métodos interpretativos: ella sólo sabe hablar de verdad. Todas estas personas coinciden en que la llegada de una persona así a una casa desata una reacción íntima que va del trauma inicial a considerar la presencia de esa criatura como algo irreemplazable. Pero no, no ha sido sólo la comida con el amigo Luis lo que me ha llevado a establecer estas conexiones mentales, sino un artículo que tengo por leer en el Vanity Fair y al que ahora, de vuelta a Madrid, me enfrento con cierta inquietud porque sé que lo que voy a leer me va a provocar una tremenda incomodidad. Se trata del reportaje sobre el hijo con síndrome de Down al que Arthur Miller ocultó toda su vida. No lo tuvo presente ni en sus memorias. El niño nació en 1962, y, a pesar de que la madre, Inge Morath, deseaba criarlo, el escritor impuso la decisión de internarlo en una institución. El hecho de apartar a un hijo de por vida es algo que sólo podía permitirse la clase adinerada, pero la calidad del centro dejaba mucho que desear. La fotógrafa Morath, en las visitas secretas que le hacía al niño de vez en cuando, se lo describió a una amiga como un cuadro de El Bosco, superpoblado y miserable. Puede que en los sesenta alguien considerara una vergüenza criar un hijo así; por fortuna, esa criatura ha vivido para ver cómo hoy se defiende su derecho a la integración. Los asistentes sociales que han velado por él toda su vida expresan algo que impresiona: "Daniel Miller ha conseguido, a pesar de sus condicionantes, tantos logros como su padre". Y es que el chico no tuvo a nadie que se preocupara por su educación, salvo estos profesionales que, viendo que el muchacho era entusiasta, consiguieron sacarle del espantoso centro y darle la oportunidad de vivir en un piso con otros compañeros. La experiencia fue estupenda y el chaval se puso a trabajar de dependiente en un supermercado. Miller sólo tuvo dos encuentros con él. Uno, provocado por su yerno, el actor Daniel Day Lewis, que nunca entendió la actitud de Miller hacia su hijo y quiso provocar un poco de compasión. El segundo fue fortuito y hiela la sangre: en 1995, Arthur Miller fue invitado a dar una conferencia en defensa de un hombre con retraso mental condenado a muerte, después de una confesión que muchos creían forzada. No sabía Miller que entre el público se encontraba su propio hijo, que a estas alturas era un muchacho entregado a una causa: ayudar a otros como él. Una inclinación a la justicia que podría parecer una ironía genética. El chico se acercó, le dio al padre un gran abrazo y se hicieron una foto. Cuentan los que vieron que el padre Arthur estaba asombrado, descolocado, y el hijo Danny, feliz, libre de los rencores que padecemos las personas normales. Qué paradoja. Parece ser el único en el entorno del intelectual capaz de perdonar sinceramente a Arthur Miller; no al escritor, al hombre.
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