Septiembre, punto y seguido
Septiembre siempre ha sido un mes de constitución ambigua. Siempre incierto, siempre sin saberse si se anticipará con humedades de otoño o se demorará en los calores del verano. La propia Real Academia le concede la distinción ortográfica de poder usar a voluntad la letra "p", que refuerza fonéticamente su sonoridad y sostiene con su única jamba su estructura caligráfica. Septiembre siempre llega precedido de una revolera de actividades incipientes sobre las que se proyectan fantasías de transformación y cambio. Llega con pretensiones de punto y aparte, desde el cual se propone una nueva reorganización vital, de ocio y actividades. Pero casi siempre las expectativas de septiembre se diluyen en la continuidad de un punto y seguido que se reproduce, sin enmienda, año tras otro.
Llega el mes con pretensiones de punto y aparte, pero pronto se agotan las expectativas
Concluidas vacaciones y jornadas reducidas, septiembre se presenta, por la fuerza de la costumbre, como un hacedor de oportunidades. Le favorece la inercia expectante del comienzo del curso escolar y la recuperación, a pleno rendimiento, del trabajo y de todas las actividades que engrasan el ritmo personal. Se considera comúnmente que, si existe un momento propicio para los reajustes personales, septiembre es, sin duda, el tiempo para hacerlo. En realidad es un mes poco común, tocado con ciertas trazas de milagro. Porque milagro es poder hacer frente a los últimos estertores de una tarjeta de crédito ya extenuada, sin saldo pero con crédito, con la savia de un nuevo crédito que ofrecen las entidades financieras anticipándose a las urgentes necesidades del otoño. Hasta los impresos de solicitud se hacen llegar al domicilio del cliente, en un derroche de cortesía. La oferta, tentadora no por sus condiciones sino por su oportunidad, reconforta el espíritu, la carne y la cuenta corriente de demasiadas familias que maldicen y sufren los estragos (uso rápido y firma ágil) propiciados por las tarjetas de crédito. Los daños se generan con los espejismos excitantes del verano, pero se sufren, con rigor, en el otoño.
Lo que caracteriza a septiembre es su reconocida oportunidad para la muda, para la renovación voluntaria de la representación, física o psicológica, en la que nos identificamos. Es el momento para fantasear un nuevo advenimiento, que nos replique en copia mejorada. Es un mes favorable a especulaciones oníricas, en el que nuestro cerebro se recalienta bajo la presión de proyectos y ensueños que aspiran a concretarse, sin tener en cuenta que es su contacto con la realidad lo que habitualmente los desintegra y oxida.
Septiembre es un mes transitivo, elegido por unanimidad popular como cabeza de puente para el inicio de cualquier metamorfosis personal o circunstancial. Da lo mismo de qué tipo. El catálogo de preferencias puede llegar hasta lo más peregrino. Todo es útil si sirve para dar combustión al entusiasmo.
Sin embargo, la estadística se muestra refractaria a los cambios que trae, lleva y propicia septiembre. Nunca se valora suficientemente la cómoda debilidad con la que la costumbre se hace fuerte y arrolla los buenos propósitos y las mejores intenciones. La experiencia confirma, casi siempre, que los cambios relevantes llegan sin avisar y, aun siendo deseados y precisos, se imponen por la fuerza de la necesidad o lo irrevocable de los hechos.
Pese a todo, o quizás por ello, cada septiembre debiéramos dedicar sin rubor un tiempo a echar una mirada atenta al listado de propósitos y fantasmagorías, antiguas y recientes, que esperan tras la curva del verano. Son, sin pretenderlo, el registro detallado e inmisericorde de nuestras frustraciones más privadas. Nos orientan, sin embargo, hacia el lado esquivo de nuestro yo más íntimo, que no por ello ha de ser el menos frívolo.
Rosa Sopeña es comunicadora.
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