La mentira
Sin saber de qué programa se trata, me siento abducida por las imágenes que unos reporteros cámara al hombro van mostrando de dos barrios emblemáticos, el Raval y el Albaicín. Acostumbrada a que cada vez que veo la televisión sea para conocer detalles sobre las dimensiones del paquete de un tal Pipi (¡Pobre Calzaslargas!) o para exprimir un suceso sangriento hasta lo intolerable, las imágenes que estos periodistas de Callejeros van mostrando de los interiores de casas de pobres se convierten, de pronto, en un tesoro documental. Es como si, habiendo retirado la televisión de sus objetivos la vida corriente de los ciudadanos, estas historias se hubieran convertido en inauditas. Los dos barrios, como tantos otros de esta España, se muestran como dos heridas abiertas en el interior de ciudades que se presentan como el paradigma de la belleza (lo son), pero esconden esas ratoneras donde se hacinan la inmigración, la vejez olvidada, los locos, los pobres de solemnidad, las putas y los que aún tienen la esperanza de cambiar el mundo, aunque sea empezando por la mierda de su calle. El tesoro no es sólo visual. Emociona escuchar las voces de esa gente que señala el puchero del día, el puchero decimonónico en ollas coloradas de cuando Franco, los azulejos rotos, las muñecas antiguas, las fotos de los nietos o de los muertos. "Este piso estaría muy bien", dice una señora del Raval, "si no fuera porque tiene el váter en la cocina". Oyes los acentos mestizos de la gente, la h aspirada de Almería mezclada con un giro catalán; oyes la música tan particular del habla granadina, un poco penosa, en boca de mujeres que desde su calle empedrada hablan del deterioro de ese barrio en el que antes se podía dormir con la puerta abierta. No son historias extraordinarias, pero dejan al espectador atrapado, con la sensación de que el reporterismo se quedó huérfano de realidad el día en que optó por convertir la programación en una primera página de El Caso. El sensacionalismo es contagioso: estos días se leyeron titulares como Sevilla, rota de dolor. Descanse en paz el joven futbolista, pero acostumbrar al público a que el acento se ponga siempre en lo melodramático es una verdad a medias, o sea, una mentira.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.