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Columna
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Agosto

El mes de agosto es un chulo de barrio: mientras dura hay que bailar al son que marca, tanto si uno está de humor como si no. Resignados a este imperativo, los periódicos se pasan el mes tratando de mantener un tono jovial, por más que las noticias que llegan de todos los confines predispongan más bien a lo contrario. El resultado es un difícil compromiso entre una misa de réquiem y la canción del verano: medio periódico dedicado a lo colectivo y lo grave, y medio periódico dedicado a lo personal y, dada la naturaleza de la información, lo leve. Entre estos dos senderos paralelos se establece de cuando en cuando la conexión de algunas necrológicas, que también en agosto se prodigan, y que participan del hecho individual y del hecho social. La desaparición de un artista venerado, de un político retirado, de una figura popular de cualquier tipo; también, y esto es peor, la pérdida irreparable de un amigo.

Y como hecho a propósito de lo dicho, agosto se despide con el aniversario de la muerte de Lady Di, ocurrida al filo del mes, hace 10 años. Ninguna figura más idónea para desempeñar el papel de bisagra informática, porque de ella hay muchas fotos y nada que decir.

Incapaces de eludir un género literario del que tienen prácticamente la exclusiva, varios biógrafos ingleses han sacado libros para la ocasión, la inmensa mayoría de los cuales, según voy viendo, no habla de la persona sino del fenómeno, como sucede, por cierto, con los santos, que sólo adquieren su verdadera dimensión cuando su existencia material ha dejado de interferir en la fantasía de los otros de una vez por todas. En el caso que nos ocupa, es natural que sea así, porque en torno al personaje no faltan temas de enjundia: la pervivencia de la Monarquía, el sistema de clases, la incierta frontera entre vida pública y privada, por no hablar de la faceta erótica y rocambolesca del asunto. Y también, de refilón, de los propios medios de información, tan parecidos a Lady Di y sus circunstancias: mitad frivolidad, mitad tragedia; mitad mucho, mitad nada; sometida al azar de una maniobra que puede convertirla en la primera santa de la era laica o hacer que se pierda en el anonimato, como cualquiera que va en coche por París una noche de agosto.

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