Otra vez dando la vara
Emma Penella
El resumen del verano es como un rosario ajeno de desgracias, un recorrido atroz por el episodio humano que nunca reposa, aunque septiembre será otra cosa, paréntesis hacia un otoño cargadito
Se la recordará por su poderosa presencia y por la ronca fragilidad de su voz cascada. Y, claro, por El verdugo, donde Rafael Azcona le dibujó un personaje a su medida como heredera de una saga en trance de jubilación. Una película de escenas tremendas, dulcificadas por la presencia de Emma, enamorada de un enterrador con quien perpetuará la especie. La cosa parece inocente, pero la Penella cargaba con un papel así como de incitadora más o menos involuntaria de la continuidad de la estirpe de los verdugos en extinción, y se las apañaba para conseguir que su tranquila, doméstica y sudorosa presencia convirtiera en costumbrismo una tragedia de mucha mala baba. Ahora ha muerto, al final de un verano sin remedio, y alguien tendría que rendirle un homenaje otoñal de los de cine. Una actriz de mucho desplazamiento ajena a la apatía.
Rosa Regás se larga
Rosa Regás se larga de la dirección de la Biblioteca Nacional, porque no goza de la confianza de César Antonio Molina, el nuevo ministro de Cultura, sin que esté claro del todo de qué confianza goza ese poeta un tanto caedizo, como no sea su mediano éxito en la expansión internacional del idioma de Cervantes. Rosa Regás es Rosa Regás, y punto. Y seguido. Porque lo que sigue es que se trata de una de las mujeres más brillantes de este país, con un currículo de pánico y con más vidas que los más afamados gatos pérsicos (y lo que te rondaré, morena), escritora de prestigio, editora de postín (¿hay que recordar la delicia de su gestión al frente de La Gaya Ciencia, por ejemplo?) y gestora sin resquicio para la autocomplacencia. Muchos iban a por ella, no podían soportar la velocidad de su inteligencia ni su clara adscripción a los valores de la mujer trabajadora. Se han cobrado, o así lo creen, una gran pieza. Pero un ministro socialista de Cultura no debiera permitirlo.
Adiós a Umbral
El único premio que le faltó en su larga vida fue la medalla, o lo que sea, al Mérito en el Trabajo, ya que este hombre hecho a sí mismo escribió casi un centenar de libros y tal vez hasta un millón de artículos. Ahora recibirá muchos elogios, porque ya no proyecta sombra, pero este autodidacta de vocación era de piel correosa y expresión dura, apenas dulcificada por una nariz diseñada como breve pista de patinaje para sus gafas, aunque no por ello pueda decirse que carecía de olfato, salvo con Cela y con el más jotero de los Ramírez. Más que orfebre de la prosa, era un currante de la palabra, y eso hasta el punto de que acertó a combinarlas de tal modo que siempre daba la impresión de escribir la misma columna. Excepto cuando se enfadaba, lo que a menudo ocurría seriamente, y entonces resultaba fatal en su estocada. Recuerdo, cuando escribía en este periódico, un retrato de Fraga Iribarne en treinta líneas que bastaba para que el político se ganara la vida en otras reciedumbres. Hace tiempo que ya no lo leía, y sus novelas me parecían demasiado próximas al lirismo de adolescente con foulard. Pero hay que reconocer que en la prensa puso al día el costumbrismo.
Zaplana en el fango
Muy divertidas, como siempre, las declaraciones de Eduardo Zaplana después de que Fraga Iribarne recayera en una de sus excentricidades sugiriendo que "hay que ir preparando las sucesiones" en su partido. Dejemos de lado que Fraga no es que no haya sucedido, pero sí que nunca ha sido sucedido en sentido estricto, para remarcar las palabras de Zaplana: "...Quieren despistarnos..., ya sé que será difícil, pero nos vamos a elevar y vamos a salir de este fango en que nos quieren meter..." Así que Ruiz Gallardón ha metido a Zaplana, Acebes y el incomparable Martínez Pujalte en un fango del que no saben como salir. Cuando lo mejor para los socialistas es que ese trío de característicos de opereta siguiera comandando las decisiones de su partido.
Ni melancolía ni nada
No creo que abril, como decía Eliot, sea el más cruel de los meses, pero septiembre es de lejos el más engorroso. No es ya que señale la clausura de la errática vagancia veraniega, sino que en esa azarosa circunstancia de calendario se cifra el mayor de sus méritos. Hay que volver al colegio, limpiar la casa a fondo, empezar la rumia del tránsito de ropa en los armarios, renovar el carnet de identidad, hacerse los primeros análisis con el médico de cabecera (en mi caso, el paciente y muy sapiente Tomás Pagá, castellonero de segunda profesión) y, en resumen, abandonar la desidia para volver a las mismas costumbres de dudosa utilidad. Y lo peor es que en las noches de constantes vitales un tanto bajas por el pergamino del poniente, se anticipan como gozosos los días de Navidad. Un martirio.
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